RECHAZO. Durante los últimos años la ciudadanía ha demostrado en múltiples ocasiones su desaprobación a la clase política en general.
Hace un año, las proyecciones sobre la política peruana iban por dos caminos. En uno, un presidente débil era rápidamente vacado por una oposición cada vez más radicalizada; en el otro, la polarización de las fuerzas políticas facilitaba la captura sigilosa del poder por parte del presidente y su partido.
El precedente de la crisis constante durante el anterior quinquenio hacía presumir que, eventualmente, una fuerza tendría que prevalecer sobre la otra, aunque sea momentáneamente. Y es que, abiertas las puertas de la vacancia o el cierre del congreso, la fragmentación congresal y la polarización discursiva parecían alimentar los apetitos cortoplacistas de las distintas fuerzas políticas.
Lo que hemos atestiguado, sin embargo, parece combinar ambos escenarios sin que el oficialismo ni la oposición se impongan. En efecto, la oposición optó por una estrategia ofensiva incluso desde antes de la toma de posesión. En un año hemos visto como se han lanzado acusaciones de fraude electoral, seguidas por continuos intentos de vacancia e interpelaciones ministeriales, e incluso, aunque marginalmente, llamados a golpes de estado e intervenciones extranjeras. Suena a exageración, pero así están las cosas.
No obstante, detrás del ruido camuflado de preocupación democrática, el quehacer del Congreso ha resaltado por los acuerdos entre tirios y troyanos para favorecer intereses menudos, desregular la informalidad, y, sobre todo, concentrar atribuciones en lo que erróneamente consideran “el primer poder del Estado”.
En la otra orilla, el presidente Castillo camufla sus debilidades acusando a la oposición de querer frenar al “gobierno del pueblo”, sin embargo, su administración no se diferencia sustantivamente de la vocación particularista de quienes lo critican. Por ahora, la mejor aliada de su impericia para gobernar ha sido la polarización y la radicalización discursiva de la oposición.
"El gobernante que aspiraba a cambiarlo todo ha terminado sin un rumbo claro.
Para sus devotos seguidores cualquier crítica es golpismo, para sus aliados hay un “acompañamiento crítico”, y para un sector importante de la población sigue siendo menos peligroso que tener a un nuevo Manuel Merino como presidente. Cobijado por esta contradicción, el gobernante que aspiraba a cambiarlo todo ha terminado sin un rumbo claro, administrando pequeñeces y repartiendo puestos entre allegados y paisanos.
Este gobierno no es ni de asomo el más corrupto o patrimonialista de nuestra historia. Está más cerca de los chanchullos y repartijas propias de los gobiernos locales que de esquemas de megacorrupción como Lava Jato o del copamiento del Estado al estilo aprista en los años ochenta. Sin embargo, eso no lo hace menos dañino, sino que expresa el pequeño espacio sobre el cual se mueven los anhelos presidenciales.
ENCUESTAS. El 74% de personas desaprueba la gestión de Pedro Castillo, y 20% la aprueba, según el sondeo de Ipsos de julio.
Foto: OjoPúblico / Archivo
Lo que prospera son agendas y pretensiones tan minúsculas similares a las de los 130 congresistas, capaces de sesionar hasta altas horas de la madrugada para sacarle provecho al tiempo y aprobar contrarreformas entre gallos y medianoche. Y es que hasta en esas pillerías se parecen oficialistas y opositores: uno rehuyéndole a las entrevistas y los otros valiéndose de triquiñuelas para evitar la presencia de la prensa en el hemiciclo. Al final del día, el griterío no esconde sus afinidades.
Entonces, el “empate catastrófico” entre poderes que avizorábamos desde hace un año se ha ido tornando en una suerte de guerra tibia donde, por estrategia o casualidad, oficialistas y opositores se siguen embistiendo, pero sin detonar los misiles nucleares constitucionales. No es que dicha convivencia sea el fin último, están dispuestos a vacarse o disolverse a la primera oportunidad. Es la continuidad al servicio de los intereses particulares.
Por supuesto, esto tiene un costo político muy alto. La opinión pública refleja el recrudecimiento de la desafección ciudadana con toda la clase política: Ejecutivo y legislativo ampliamente desaprobados y un apoyo mayoritario a la convocatoria de nuevas elecciones.
A pesar de la polarización entre las élites, la distancia más importante hoy en día es entre la clase política y los ciudadanos.
Mientras el presidente y la oposición se culpan el uno al otro por todos los males del país, la ciudadanía responde pidiendo que se vayan todos. Así, a pesar de la polarización entre las élites, la distancia más importante hoy en día es entre la clase política y los ciudadanos. Aquí es donde radica la principal amenaza para la ya desmejorada democracia peruana.
La ciencia política nos ha enseñado dos cosas sobre la democracia en las últimas décadas. Primero, que estos regímenes ya no sucumben de forma abrupta, mediante golpes de estado o insurrecciones, sean estas civiles o militares. Los casos de oficiales defenestrando presidentes mediante el poder de los tanques parecen ser cosa de libros de historia en la mayor parte del mundo.
En cambio, hoy la muerte de la democracia suele ser lenta, basada en el irrespeto a las reglas de juego, erosionando lentamente las instituciones hasta que su sentido y funcionalidad se ha trastocado. Nada te avisa que se ha quebrado algo, sino que, como advertía Guillermo O’Donnell, un día despiertas y puedes notar que las libertades y derechos que dabas por sentados han desaparecido y no sabes bien en qué momento sucedió todo eso.
Una segunda lección es que la erosión de la democracia no siempre significa el surgimiento de un régimen autoritario. Estos regímenes suelen aparecer claramente en países donde la muerte lenta ha sido orquestada por algún caudillo con claras ambiciones de concentrar el poder.
Hoy la muerte de la democracia suele ser lenta, erosionando las instituciones hasta que su funcionalidad se ha trastocado.
Resistir esas pretensiones es aún posible. A pesar de que la democracia no sucumbió abruptamente, es posible –luego de un tiempo– identificar que se erige un autócrata al que ya no le interesa camuflar sus caprichos dictatoriales. Aunque ya es un poco tarde, las fuerzas democráticas todavía tienen un espacio para redefinir sus estrategias, identificar al enemigo común, ampliar el horizonte de sus demandas más allá de las divisiones programáticas e intentar revertir el problema.
Pero hay otro camino menos claro, más difícil de identificar, y, por lo mismo, más peligroso: la degradación continua de la democracia. En estos casos evidentemente existen actores con anhelos de concentrar poder, pero son incapaces de concretarlo ya sea porque nadie puede imponerse o porque los políticos buscan maximizar el poco poder que tienen antes de perderlo en una aventura autoritaria sin certeza de éxito.
SONDEOS. El 79% de peruanos desaprueba al Congreso de la República, y 14% lo aprueba, según la encuesta de Ipsos Perú de julio.
Foto: Andina / Archivo
En ese escenario, la democracia se va erosionando para satisfacer los intereses cortoplacistas de los políticos, pero sin que ningún caudillo termine por concentrar poder político por encima del resto.
Es posible observar algunos actores que, por distintos motivos, intentan imponerse cuando acumulan un poco de poder. El resultado más probable es que fracasen, pero no sin antes bajar el listón de los mínimos de convivencia democrática un poco más con cada intento.
Por ello, lo que sigue a esta degradación continua no es necesariamente el caos absoluto. En esta danza, los populistas de distintos bandos son amigos y rivales. Amigos cuando se trata de preservar las cuotas de poder que pueden capturar mientras la gente se distrae con sus altisonantes diatribas. Rivales cuando aparece la mínima oportunidad de imponerse, aunque su miopía les impida ver que sus intentonas autoritarias muy probablemente naufraguen.
En la pelea constante por el poder, cada degradación abre nuevas oportunidades de acceso o concentración de poder.
En la pelea constante por el poder, cada degradación abre nuevas oportunidades de acceso o concentración de poder. Con ello, los incentivos para polarizar se incrementan.
En este jaleo, las fuerzas democráticas terminan debilitadas: las murallas programáticas se crecen por el maniqueísmo populista de ambos lados y el compromiso democrático se restringe a corregir las pequeñas tendencias autoritarias que aparecen de cuando en cuando.
Mientras tanto, la democracia se erosiona al punto en el que no responde más a los intereses de quienes, se supone, son la fuente del poder: los ciudadanos.
Así, en lugar de buscar soluciones democráticas a la crisis, las salidas autoritarias se vuelven más atractivas. Mientras que para las élites es una forma rápida de ganar la carrera por el poder, para la ciudadanía la paciencia tiene un límite y la figura de un salvador con poderes delegados es vista como alternativa al desgobierno de una clase política cada vez más lejana.
Lo curioso es que hay muchos aspirantes a dictador que no se dan cuenta que son vistos como parte del problema, no como la solución. Aquí es donde se cierra el círculo vicioso: aunque nadie tiene la capacidad de imponerse, la posibilidad abierta de ganar más poder y la demanda ciudadana por soluciones autoritarias envalentonan más a quienes, luego, terminarán igual de señalados que sus antecesores.
Esta historia nos suena familiar. En los últimos cinco años hemos ido descendiendo peldaño a peldaño en la escalera al infierno, abriendo las puertas a las vacancias exprés o a los cierres del congreso con interpretaciones ad hoc.
En los últimos cinco años hemos ido descendiendo peldaño a peldaño en la escalera al infierno.
Hoy los pocos actores y colectivos democráticos, completamente debilitados, parecen estar aletargados al punto que son capaces de proponer la apertura de una nueva puerta que luego será difícil de cerrar: la convocatoria anticipada a elecciones generales o a una constituyente como soluciones a una crisis que claramente las supera.
La calidad del Congreso Complementario 2019-20, elegido tras el celebrado cierre del parlamento, debería ser suficiente para despertarnos de cualquier sueño que puede convertirse rápidamente en pesadilla.
Cuando una democracia se degrada en la forma que la peruana, las soluciones “fáciles” siempre son las más contraproducentes. Para salir de la crisis se necesita equilibrar el corto y el largo plazo. Lo que hoy nos parece beneficioso mañana puede ser usado por un aspirante a autócrata para acumular poder.
Atinadamente, Julio Cotler solía recordar que, como dice la canción, para subir al cielo se necesita una escalera grande y otra chiquita. Lamentablemente hasta los actores políticos más bienintencionados hoy en día se han acostumbrado a pensar en términos tan maximalistas como cortoplacistas. Parece que nos hubiéramos olvidado de que la crisis no empieza ni termina con Pedro Castillo ni este congreso.
El desgobierno se combate con más gobierno, peleando en el día a día y no reiniciando constantemente el sistema.
Si la que tenemos es una crisis que precede, y muy seguramente va a continuar independientemente de cual sea el futuro del hoy presidente de la República, valdría la pena interiorizar que su solución no solo va a tomar tiempo, sino que no puede contemplar más atajos. Ni las reformas estéticas y parciales, ni el reemplazo constante de autoridades son suficientes para revertir la erosión democrática reciente.
Los mínimos no negociables deben pensarse en función del largo plazo, no de los apetitos o temores actuales. Las cruzadas anticomunistas o la defensa cerrada del “gobierno del pueblo” solamente benefician el mal gobierno.
¿Qué reformas políticas de fondo, de largo plazo, acompañan las propuestas ciudadanas que claman nuevas elecciones o la convocatoria a una constituyente? La degradación democrática que vivimos está llena de buenas intenciones, de aventuras políticas y electorales sostenidas por el carisma de personajes o la confianza en colectivos que, llegada la hora, terminan convertidos en mera comparsa de la crisis.
El desgobierno se combate con más gobierno, peleando en el día a día y no reiniciando constantemente el sistema o haciendo eco de los delirios de actores radicales. La recuperación de la democracia requiere elevar los mínimos, no abrir oportunidades para la discrecionalidad y el oportunismo.