¿Cómo definen “lo público” los neoliberales peruanos? ¿Creen en su importancia? ¿Le dan algún valor? ¿Consideran que su promoción le corresponde exclusivamente al Estado? Desde hace más de veinte años, puede observarse en el Perú una insistente voluntad por destruir toda idea relacionada con este concepto y por degradar todas las prácticas asociadas con él. De hecho, la vida se ha vuelto una pura competencia y a nadie le importa “lo público”: nadie lo siente como propio y nadie reconoce su importancia.
Estas preguntas surgieron al observar el sistema de bibliotecas distritales que existe en los Estados Unidos, donde he pasado los últimos siete meses y donde todavía debo pasar algunos más. Sin duda alguna, este es el país del capitalismo por excelencia, el que más ha promovido la cultura del individuo replegado sobre sí mismo. Sin embargo, por aquí lo público existe y es muy valorado por la gente. De más está decir que me encuentro muy lejos de producir una apología de los Estados Unidos (donde la vida cada vez es más difícil y un poco triste), pero lo cierto es que por aquí quedan y se defienden algunos espacios que muestran que otra forma de vivir es posible. Las bibliotecas distritales son un notable ejemplo de ello.
Tampoco es esta una reflexión interesadamente intelectual. No estoy hablando de bibliotecas para universitarios o investigadores académicos. Me estoy refiriendo a lugares que están inscritos en las necesidades comunes. Pensemos, por ejemplo, en lo siguiente. ¿Dónde hacen sus deberes escolares los niños que viven en los alrededores de “La Parada” y del cerro San Cosme? ¿Dónde las hacen quienes viven en las afueras de Trujillo o en el distrito de Talavera, cerca de Andahuaylas? ¿Son sus casas lugares adecuados para estudiar un rato? ¿Con qué espacios y ambientes cuentan los niños y los jóvenes luego del horario escolar? ¿El problema de la educación se limita exclusivamente a la problemática “interna” de la escuela?
En los Estados Unidos, las bibliotecas públicas se han vuelto dinámicos centros culturales que ofrecen muchos servicios a la población. Yo, en todo este tiempo, he visitado muchas de ellas y la impresión ha sido siempre la misma: son muy activas, cumplen muchas funciones y la gente las siente como propias. Los ciudadanos las aprovechan y las cuidan mucho porque comprueban que ahí se enriquecen mucho como personas.
Describamos un día cualquiera: por las mañanas, la población suele ser de jóvenes y de jubilados que pasan el tiempo buscando información diversa. En esas horas, el ambiente suele ser tranquilo y amable. Para acceder, a uno nunca le piden carnet, ni absurdas fotocopias del último recibo de luz. Todas ellas cuentan con Internet gratis, como debe de ser. Es cierto que los Estados Unidos se han vuelto un país increíblemente burocratizado, pero hasta el momento las bibliotecas se salvan de ese cáncer que ya tomó a todas sus universidades y del cual he sido testigo (y hasta víctima) en algunos casos. En la biblioteca pública uno entra, es siempre saludado con amabilidad y puede sentarse con gusto a trabajar.
Sin embargo, la intensidad de la vida en la biblioteca ocurre por la tarde. A partir de las tres, se llena de niños y de jóvenes que acuden a ella para hacer sus deberes escolares. Las mesas se abarrotan de gente y uno puede observarlos trabajando solos o discutiendo proyectos grupales. Ahí, en la biblioteca, muchos profesores brindan asesorías y repasan las tareas de los días anteriores o refuerzan lo que haya que reforzar. Durante esas horas, la biblioteca se vuelve un lugar con mucha bulla pero ese es el signo de su efectividad y de su mayor importancia.
Por si fuera poco, los fines de semana no paran y, es más, sus actividades se multiplican. Se ofrecen talleres de lectura para niños, recitales de cuenta-cuentos, conciertos de música diversa y hasta clubes para armar “Lego”. La biblioteca se convierte así en un espacio donde los vecinos comienzan a conocerse y se construyen amistades. Por las tardes, suelen haber ciclos de buen cine y, a veces, se programa alguna conferencia o algún recital literario. Cuando no estoy dictando clases, suelo ir a estas bibliotecas y, ahora que escribo, recuerdo con cariño la de Cambridge en Boston y la del condado de Millbrae al sur de San Francisco. Todos los días, al retirarme de esta última, presenciaba otro escenario importante: la puerta de entrada se volvía un lugar de intensas reuniones donde algunos jóvenes montaban sus skates, practicaban piruetas, conversaban de una u otra cosa y planeaban -seguro- algún tipo de trasgresión juvenil. No hay, en las puertas de estas bibliotecas, guachimanes o serenos que prohíban realizar tales actividades. Ahí, en sus afueras, he visto a muchos adolescentes jugar, formar grupos, enamorarse y divertirse durante las tardes.
Digamos entonces (casi teóricamente), que estas bibliotecas se han vuelto espacios donde ocurren cosas que se sitúan más allá del mercado y de sus mandatos autoritarios. De hecho, hay ciudades en América Latina que se transformaron a sí mismas construyendo bibliotecas públicas. Medellín es el ejemplo más conocido, pero en la Argentina estas experiencias son muy intensas y han sido de larga data. En los setentas y en los ochentas, muchas bibliotecas populares trabajaron intensamente por todo el Perú (en Cajamarca se construyeron experiencias valiosísimas) y, hace poco, en SERPAR, retomamos mucho de ese modelo en los llamados centros CREA que, hoy, el alcalde Castañeda está destruyendo impunemente -impunemente- sin que los medios de comunicación le den un importante titular a fin de remarcar el escándalo. Lo que está sucediendo bajo la nueva gestión de Castañeda es realmente indignante y vergonzoso. ¿Cómo es posible que un nuevo alcalde pueda haberse propuesto destruir absolutamente todo lo que hizo la gestión anterior para no dejar rastro de ella? ¿Existe algún tipo de institucionalidad mínima en nuestro país? ¿Existen mecanismos políticos que lo impidan?
Lo que está sucediendo bajo la nueva gestión de Castañeda es realmente indignante y vergonzoso. ¿Cómo es posible que un nuevo alcalde pueda haberse propuesto destruir absolutamente todo lo que hizo la gestión anterior para no dejar rastro de ella?
Por su parte, Humala anda perdido en este y en casi todos los temas de gobierno y sigue pensando que invertir en educación implica invertir solo en la escuela. Lo cierto es que a las autoridades políticas peruanas les salen ronchas cuando escuchan la frase “políticas culturales”, porque no saben de qué se trata o porque, si algo saben, piensan que se trata de una inversión poco práctica según los tristísimos conteos a los que la tecnocracia neoliberal nos ha acostumbrado en los últimos años. Todavía la mayoría de autoridades piensa que las políticas culturales tienen como objetivo organizar “espectáculos de entretenimiento”, y Nadine y Ollanta están convencidos que ellas solo sirven para pasar un domingo en la tarde con sus hijos en el Gran Teatro Nacional.
Construir bibliotecas públicas integradas en los barrios es una necesidad urgente en el país. La idea de la biblioteca como un lugar destinado a los intelectuales no es importante ahora y es bueno que así sea. Por el contrario, la biblioteca distrital como lugar de apoyo a la escuela es urgente. Por supuesto, construirlas es una responsabilidad del Estado, pero también debería de serlo de la empresa privada, que haría bien en dejar de acumular tanto dinero y comenzar a proponer y construir espacios públicos para las ciudades. De hecho, en los Estados Unidos, los millonarios capitalistas son los grandes benefactores de muchas de las grandes obras públicas que se realizan por todos lados. Recordemos que en el Perú fue el hacendado Víctor Larco Herrera el que donó a la ciudad de Lima nada menos que la construcción de la Plaza Dos de Mayo. Lamentablemente, ese tipo de prácticas parecen muy lejos de ocurrir hoy: ni los políticos, ni los empresarios –nadie– tienen algún interés por “lo público” y, si lo tienen, suelen presentarlo como una simple “dádiva” y no como una intervención verdadera en lo que debería de ser un proyecto colectivo de sociedad.
En todo caso, habría que subrayar que a los propios políticos y empresarios peruanos les haría muy bien sentarse a leer un rato en una biblioteca distrital. De alguna manera, son víctimas de este sistema que ellos mismos han creado y que difunden con mucha arrogancia. Es triste, pero muchos de ellos ya ni siquiera pueden distinguir el valor de una buena obra de arte y por eso se asustan con una espléndida escultura de Tola en el malecón de Miraflores o se quejan de unos notables gallinazos colocados cerca de “sus” playas.
Foto: Portal Municipalidad de Lima.