Una pareja estadounidense se mudó a Lima y abrió un restaurante de hamburguesas en uno de los corazones culinarios de la ciudad: la temida Calle Dante, en Surquillo, barrio de chicharronerías y vecina de la cuadra 8 de la Avenida Angamos, donde el samurái Toshi Matsufuji gobierna una de las mejores cebicherías de este sector del universo. La competencia es dura y los esposos Justin y Brandy, optimistas. Su local se llama PapiCarne y, en sus redes sociales, escriben en inglés. ¿Qué hacen dos gringos ofreciendo hamburguesas en la Meca de la cocina latinoamericana? Un domingo por la mañana, ella cogió el diario Correo para acompañar el desayuno y, oh, my God, el crítico culinario había escrito una reseña.
Conté esta historia un viernes de inicios de primavera, en una escuela secundaria de un pueblo adinerado de Maine. El profesor de Español me había invitado a compartir mi experiencia como inmigrante latino en tiempos del tío Trump. Muchos estudiantes –me advirtió– simpatizaban con las políticas anti inmigrantes del Presidente. O sea, yo, latino, de piel marrón, iba a jugar de visitante y a entenderme con un auditorio que acaso pensaba que yo no debía estar allí.
En el salón había cinco estudiantes: dos chicas, tres chicos, todos blancos, y sus cabelleras era un crisol que iba del rubio al castaño. Me miraban con la típica actitud del adolescente hacia el adulto. Como quien dice: si quieres mi atención, gánatela. La historia de PapiCarne rompió el hielo.
–Que dos gringos abran un restaurante en Lima –les dije– es tan osado como que un peruano vaya a la Nasa para enseñar cómo se llega a la Luna.
No fue la metáfora más afortunada pero todos nos reímos.
¿No era cierto, acaso, que solo los latinos migraban y se instalaban en un país que no era el suyo? No. No era cierto.
Machu Picchu y Sacsayhuamán son el Disney World de los peruanos. La imagen de dos jóvenes extranjeros besándose ante una muralla inca sirvió de marco para contarles que cuatro millones de turistas viajan cada año al Perú. Un millón de ellos son de Estados Unidos. Un montón, ¿no es así? Según el servicio de Migraciones, muchos de esos visitantes deciden quedarse y echar raíces. Igual que Justin y Brandy, creadores de PapiCarne, que pasaron su luna de miel en mi país y se enamoraron de él.
–¿Y saben cuántos de los turistas que se quedan son estadounidenses? –pregunté.
Silencio.
–Uno de cada diez.
Los estudiantes escuchaban un tanto confundidos. ¿Muchos estadounidenses van al Perú y se quedan a vivir a allí? Un momentito. ¿No era cierto, acaso, que solo los latinos migraban y se instalaban en un país que no era el suyo? No. No era cierto.
–¿Y qué tan fácil es sacar la residencia en el Perú? –preguntó una profesora que también asistía a la charla.
–Tienes que hacer trámites, igual que acá –le dije, y enseguida me dirigí a los estudiantes–. ¿Pero saben cuál es la gran diferencia?
Otro silencio.
–Primero. Si un día ustedes quieren ir a Machu Picchu, no necesitarán sacar una visa. En cambio, si un peruano quiere ir a Disney, sí necesitará una. Y, según lo que he visto cada vez que he hecho el trámite, hay más posibilidades de que te la nieguen a que te la den.
Segunda diferencia. Si esos chicos un día decidieran instalarse en el Perú, nadie allá los etiquetará como inmigrantes. Les dirán gringos, igual que a los europeos. Pero nunca inmigrantes.
Un inmigrante es todo aquél que se muda a vivir a una tierra que no es la suya, dice el diccionario. Pero, en la práctica, esa palabra se usa en un solo sentido: para nombrar a los que nos movemos desde el sur hacia el norte. Es decir, para nombrar a los latinos, a los africanos, a los asiáticos y a todos quienes vamos a vivir o trabajar a los llamados países desarrollados. Los latinos jamás usamos esa palabra salvo para nombrarnos a nosotros mismos.
–En el Perú no existe una retórica política contra los inmigrantes caucásicos como ustedes –les dije–, ni un presidente loco twitteando que deportará a todos los gringos.
El mundo es una gran casa llena de habitaciones cerradas con candados. Nacer en un país «desarrollado», rico y ser blanco te otorga privilegios para moverte con amplia libertad en ese laberinto donde otros están confinados sin poder salir de su país. Las puertas se te abren cuando eres gringo. No necesitas tantas visas como un peruano y puedes mudarte a cualquier lugar sin cargar el estigma del inmigrante. ¿Opinaba lo mismo el crítico culinario que visitó PapiCarne?
Cuando la dueña del local abrió el periódico ese domingo, en su casa, leyó una crítica honesta y hospitalaria: «Acaba de abrir un huequito de fritanga norteamericana e influjos orientales que amerita, cuando menos, un par de visitas», decía en su columna el periodista Javier Masías. «Sorpresa», puso Brandy en su Facebook, y luego añadió en el fanpage de su negocio: «Gracias por 3 semanas maravillosas, Lima! Estamos orgullosos de traer nuestra comida a una ciudad tan maravillosa y servicial». Lo escribió en inglés, por supuesto, y supongo que muchos estaremos de acuerdo en algo: el limeño es bien acogedor con el inmigrante.
Con el inmigrante extranjero, quiero decir. Con los que vienen de provincias la historia es más jodida.
Con la siguiente diapositiva, les hablé de mi libro a los estudiantes.
¿Cómo le explicas a un grupo de adolescentes gringos qué es un cholo? Trump me lo ha puesto muy fácil. Un cholo en el Perú –les dije– es como un latino en los Estados Unidos: alguien de piel oscura que se muda desde lejos, del sur, de las montañas.
Los estudiantes habían escrito sus preguntas en papelitos.
–¿Por qué no te mudas a un lugar donde haya más latinos? –leyó uno de los chicos.
Mi esposa es de Maine, le expliqué.
–Supongo que si ella fuera de otro país, de Chile, por ejemplo, me habría mudado allí.
Sin embargo, en cualquier país, sea en los Estados Unidos o en el Perú, las cosas para las personas de color son más o menos la misma vaina.
Esperaba algún comentario incómodo pero no lo hubo. La siguiente pregunta fue sobre mi plato favorito. Cuando terminé de hablar, el profesor hizo circular una fuente de pop corn, jugo de manzana y donuts. Y, con esa camaradería que fomenta la comida, nos despedimos. Solo uno de los cinco alumnos se acercó y me ofreció la mano. Era alto, de cabello dorado y modales suaves. En sus ojos había algo parecido a la sintonía. Me pregunto si ahora era más consciente de su privilegio.
* * *
Hace unas semanas mi esposa y yo fuimos al cine a ver I am not your negro, un documental sobre el escritor negro James Baldwin que explica de qué se trata ser negro en los Estados Unidos. Si eres negro y conduces un automóvil en este país, tienes muchas más probabilidades de que un policía te detenga y, ups, te mate de un balazo. También tienes menos probabilidades de concluir la escuela, o de ir a la universidad, o de tener un buen trabajo.
La película va desde los años de la esclavitud hasta los del gobierno de Obama, el primer presidente negro. Es fuerte. Está llena de líderes negros asesinados, negros agarrados a patadas por la policía, negros humillados por gente blanca. A media película, lo más interesante ya no ocurría en la pantalla sino en las butacas. Los espectadores lloraban. Era difícil no hacerlo al ver las fotografías de Dorothy Counts, una de las primeras adolescentes negras que se integró a una escuela blanca, en North Carolina.
Fotos: REBRN.
Cuando las luces se encendieron, docenas de personas aún se limpiaban las lágrimas con pañuelos. En la sala solo había dos personas negras. Ellas no lloraban.
* * *
Mi escuela era una trituradora de cholos y de negros. La última imagen de Dorothy Counts me recuerda el bullying contra un compañero negro apodado Bemba. Bastaba verlo para entender que él no estaba bien. Los ultrajes, los golpes, los escupitajos habían comenzado a herirlo en una capa más profunda. Te parabas enfrente, lo mirabas directo a los ojos, y ya no tenías que insultarlo ni golpearlo para verlo hundido en el miedo, temblando. Recuerdo su apodo. Su boca. Su cuerpo frágil. Pero no recuerdo su nombre.
Las cosas no era más sencillas para los cholos. Cochachi parecía un alma en pena. Caminaba raspando las paredes, ocultando su rostro de cholo. En esos años, yo tendría que haber tomado una posición al lado de Bemba y de Cochachi, y enfrentado junto a ellos los ataques. Yo también soy cholo. Sin embargo, elegí la ruta más directa a la tranquilidad. Me escondí. Jamás conté dónde había nacido. Tampoco que mis padres y abuelos hablaban quechua. Nunca llevé a mis compañeros a casa porque en casa –temía– ellos iban a rastrear las huellas de mi origen y –además– iban a descubrir cuán pobre era. Quizá más pobre que el pobre Bemba. Quizá más cholo que el cholo Cochachi. Esos eran mis fantasmas.
* * *
Mi padre era de la vieja escuela y quería que yo estudiase para médico o abogado. Cuando eres pobre, la carrera que eliges no es solo una expresión de tu talento o de lo que quieres ser, sino la ruta que emprendes para salir de la pobreza. No le hice caso. Postulé a San Marcos para estudiar periodismo. San Marcos es la vieja universidad pública donde los pobres pueden educarse gratis, sin angustiarse por la falta de dinero, y refleja las realidades extremas del país. Mi hermana Zoila había egresado unos años antes, y sus historias me habían llenado la cabeza. Ella y sus amigos editaban periódicos estudiantiles, organizaban recitales de poesía ayudaban a los mineros que venían a Lima a protestar y que armaban sus carpas para dormir en San Marcos porque San Marcos era eso: una casa grande.
Yo era pobre pero no tanto como muchos de mis compañeros. Un día, G. me mostró las suelas agujereadas de sus zapatos. Al día siguiente le traje unos que yo había dejado de usar. Él venía de un pueblo lejano de la selva y vivía en casa de unos parientes. El intercambio era mutuo. Él me presentó a Henry Miller, a Rainer Maria Rilke, a Gabriel Celaya. Pronto estaba enganchado en la lectura, y pasaba el tiempo libre entre la biblioteca y los bares de las afueras de la universidad, escuchando hablar a los poetas.
En San Marcos, yo podía ser pobre y cholo y no tenía la presión de ocultar ni de explicar nada porque la mayoría de historias se parecían a la mía.
Cuando acabé el primer año, mi padre insistió en que postulase a una universidad privada para seguir la carrera de abogado. Me dijo que iba a hacer el esfuerzo de pagar las mensualidades. Yo era su hijo menor, el único varón, y él, un amoroso machista.
Una mañana me acompañó a inscribirme en el examen de admisión de la Católica, esa universidad privada, progre y prestigiosa donde los pobres de verdad estudian gracias a becas. Viajamos durante una hora y media en una combi de la línea Z, desde San Juan de Lurigancho, donde vivíamos, y caminamos el último tramo por la avenida Universitaria. Fue una de las pocas veces que hablamos de cholo a cholo. ¿Con qué dinero íbamos a pagar la mensualidad? Él tenía casi setenta años, se había jubilado hacía mucho, y seguía administrando una tienda de barrio donde yo trabajaba en mis ratos libres. No quería costarle más esfuerzo. Quizá yo podía conseguir un empleo adicional, le dije. Lo tomó como una falta de respeto. Ni hablar.
Desde la avenida, la Católica se veía tan perfecta: las paredes de ladrillo anaranjado muy limpias, los jardines de césped bien cortado, enjambres de alumnos en ropa de verano saliendo y entrando en sus propios coches. Tomé valor. Le dije a mi padre que esa universidad no era para mí. Tampoco quería ser abogado. Viejo –comenté–, tienes que confiar en mí, nomás. No insistió. La visión de aquel campus con sus estudiantes privilegiados expresaba una realidad distante a la nuestra e intimidante.
Nos dimos la mano, como quien cierra un pacto, y nos despedimos en la avenida.
Caminé a San Marcos, me quedé a leer en la biblioteca y por la noche busqué a mis amigos.
En San Marcos, yo podía ser pobre y cholo y no tenía la presión de ocultar ni de explicar nada porque la mayoría de historias se parecían a la mía. Me sentía en casa.
* * *
A inicios de los 2000, cuando trabajaba como reportero en el diario El Comercio, tenía un colega que durante los fines de semana se quedaba a dormir en el periódico. Llegada la noche, él sacaba una almohada de la mochila, una manta, y se enrollaba bajo su escritorio. Ambos éramos practicantes, y teníamos que trabajar como peones para que los editores nos extendieran el periodo de prácticas.
Por entonces corría el rumor de que El Comercio solo contrataba a egresados de universidades privadas, en especial de las universidades de Lima y de Piura. Que ambos estuviéramos allí contradecía el mito de manera parcial, pues muchos periodistas y editores de la generación anterior venían de aquellas universidades. Quizá el mito había sido cierto alguna vez. Fujimori estaba prófugo. Montesinos, en la cárcel. Los tiempos estaban cambiando.
La demografía de la redacción de El Comercio era interesante: jamás había visto a tantas personas rubias y de cabello castaño en un solo lugar. Además de su piel, sus ojos y sus cabelleras, los apellidos sonaban distinto. En San Marcos, mis compañeros se apellidaban Huamán, Huamaní, Ticona, Ascona, Choque, Chate, Atoche, Calixto, Chahuayo. En El Comercio: Pinilla, Miro Quesada, Del Solar, Cisneros, García Miró, Abramovich, Salem, Larrabure, Swayne. Al entrar a ese diario, yo había pasado de un país a otro. Ambos se llamaban Perú. Pero estaban desconectados. ¿A cuál pertenecía yo?
Nunca me he preocupado mucho por la ropa, pero en aquellos primeros meses como reportero quería quemar mi closet. Veía mis zapatos chancabuques, mis pantalones gastados y los detestaba porque eran ropas de pobre, de sanmarquino, de cholo. Ya no podía ocultarme como había hecho en la escuela. Estudiaba a los colegas de mi edad: cómo vestían, las marcas que elegían, los pantalones cargo, las chaquetas The North Face. Luego iba a las tiendas pero nunca compraba nada porque me parecía absurdo pagar tanto por tan poco.
Con mi primer sueldo de practicante, me compré los 11 tomos de la Historia de la República, de Basadre, en una librería de viejo. Al día siguiente estaba de vuelta en el periódico detestando mis botines, mis gafas de alambre, mis camisetas con el cuello estirado. Nunca se lo dije a nadie, salvo a mi esposa, durante estos días: me sentía tan pobre, tan cholo, tan poca cosa. El único privilegio que tenía (y entonces no me daba demasiada cuenta) era mi educación. No el grado académico de periodista que había obtenido sino la mayor cantidad de libros que había leído en comparación con muchos de mis colegas. Lo notaba cuando conversábamos, cuando leía sus textos, cuando ellos comentaban los míos.
Supongo que si hubiera sido mucho más consciente de mi ventaja habría podido sacarle más partido. Pero no fue así. Un día renuncié al diario porque sentía que ese lugar tampoco era para mí. Estaba cansado de tener que demostrar todos los días que –a pesar de ser de San Marcos, a pesar de ser cholo, a pesar de ser pobre– yo me merecía ese empleo.
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Es raro crecer pensando que hay cosas que no son para ti, que no te corresponden o que no te las mereces. Es más raro darte cuenta de que has pasado tu vida diciéndote eso: que esa universidad privada no es para ti, que ese trabajo no es para ti, que esa maestría en el extranjero no es para ti, que esa chica no es para ti. La voz no cesa. Está ahí, incluso ahora que vives en los Estados Unidos, recordándote que tu piel y tu origen, para muchos, son tu desventaja.
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¿Es tan difícil notar el privilegio cuando tú eres el privilegiado? ¿Es tan difícil entender que si naces con la piel blanca, con «buen apellido» y con dinero, las cosas te serán menos difíciles que para el resto? Cuando tienes esos privilegios, para comenzar, no tendrás esa voz permanente dentro de ti que te dice todo el tiempo: eres cholo, te están mirando así porque eres cholo, te están hablando así porque eres cholo, no te darán el trabajo porque eres cholo, no puedes entrar a la discoteca porque eres cholo, te están haciendo trabajar más que a los demás porque eras cholo.
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Tres conductores del noticiero de RPP conversaron por teléfono con un estudiante de San Marcos, el jueves 30 de marzo, en Lima. El muchacho representaba a un grupo de alumnos que había tomado la universidad para protestar contra los cobros que estaba imponiendo el nuevo rector. El rector y los estudiantes no habían podido resolver la diferencia de manera regular, en los claustros, y el problema ahora se había convertido en un evidente asunto público. El estudiante se apellidaba Huamán y este no es un dato menor. Los conductores se apellidaban Del Río, Mariátegui, Carvallo. Esos mundos distantes iban a dialogar, pero la entrevista no fue una entrevista sino un linchamiento. Uno de los conductores hasta se rió del estudiante.
No sé qué elemento de esa máquina de maltrato me da más rabia. Quizá la posibilidad puramente hipotética de que, en otro tiempo, ese estudiante nervioso y maltratado hubiera podido ser yo o un amigo o alguna de mis hermanas. No sé cuántas veces, siendo estudiante de San Marcos, salí a protestar por motivos parecidos a las de ese muchacho. Entonces, como ahora, los periodistas y las autoridades nos estigmatizaban como terroristas.
Jamás le han dicho ni le dirán lo mismo a los estudiantes de universidades privadas. La etiqueta solo funciona en un solo sentido, como la etiqueta de inmigrante que usan los gringos con los latinos; es decir, para calificar a los pobres, a los cholos, a los marrones.
La siguiente imagen se volvió viral.
Muchos alumnos y exalumnos de San Marcos la compartieron en sus redes sociales durante las últimas semanas, como una demostración involuntaria del estigma que les enrostran quienes tienen el «privilegio» de no haber estudiado allí. Si estudias en La Católica o en la de Lima, por ejemplo, jamás tendrás que aclarar que no eres responsable de un delito que se paga con cadena perpetua.
Los científicos sociales podrán analizar aquella entrevista en RPP desde ángulos insospechados. Sin embargo, como en cualquier historia de abuso, no importa tanto qué dicen los que atropellan. Importa más quiénes son.
Tres conductores de radio maltratando a un estudiante.
Tres viejos maltratando a un joven.
Tres blancos privilegiados maltratando a un cholo.
He visto similares escenas de bullying en mi escuela secundaria. Muchas personas que gozan de privilegios no suelen darse cuenta de cuán privilegiados son. La gente de color, además de lidiar con todas nuestras «desventajas», tenemos que asumir el trabajo adicional de explicarles de qué se trata su privilegio; es decir, cómo funcionan en su favor esos atributos que obtuvieron por la gracia del Espíritu Santo, al nacer donde nacieron y al crecer en la familia que en que crecieron.
Si no les explicamos, si no les reclamamos, seguirán predominando sus puntos de vista y sus modales a la hora de contar la historia. En el peor de los casos, nos van a comer vivos igual que casi despedazan a aquel estudiante. Por eso fui a aquella escuela de Maine para charlar con los estudiantes. Por eso escribo este artículo. Por eso escribo en mis redes.
Tres personas blancas y privilegiadas en la mesa de un programa radial no garantizan la pluralidad de voces ni el respeto a quien no comparte sus privilegios. En países tan diversos y tan distintos entre sí (el Perú, Estados Unidos, España…), el diálogo democrático aún no existe: apenas lo estamos comenzando a construir. Las personas menos privilegiadas tenemos que pelear a diario para entrar a esos espacios donde todavía no estamos, donde nuestra voz no se escucha con la misma atención.
Cholos, latinos, inmigrantes venimos de lejos y traemos una historia compleja bajo el brazo. La historia de dónde venimos no es una desventaja, como nos dicen, como nos decimos. Al contrario. Es nuestro poder.
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Marco Avilés. Periodista, cholo, inmigrante. Nació en la ciudad de Abancay, en los Andes peruanos, y migró a Lima a los dos años. Fue director de las revistas Cometa y Etiqueta Negra. Su último libro, De dónde venimos los cholos (Seix Barral), fue considerado por el New York Times en Español entre los 10 más significativos del 2016. Vive en Maine junto a su esposa y un perro sin pelo. Todo lo que hace se puede leer en marcoaviles.com
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Foto abridora: Afiche de la campaña Alerta contra el racismo, del Ministerio de Cultura.
NdR: Esta imagen ha sido actualizada. La anterior foto fue tomada del video "Perú, país de muchas lenguas", del Ministerio de Cultura, y pertenece a Luis Miranda.