Hace diez años viajé a México para escribir un reportaje sobre los vínculos del cartel de Sinaloa con el Perú. Pocos meses antes del 2007, la cifra de mexicanos arrestados por traficar toneladas de cocaína había marcado un hito en los anuarios del Instituto Nacional Penitenciario (INPE); un magistrado que juzgaba a una célula del cartel de Tijuana en el norte del país había sido acribillado en el centro de Lima; mientras, en México, el presidente Felipe Calderón sacaba al Ejército a las calles para enfrentar el narcotráfico desde el DF hasta la frontera con Estados Unidos.
En esas circunstancias, y luego de tres semanas de recorrido por la costa del Pacífico –desde Acapulco hasta Lázaro Cárdenas y de allí hasta Manzanillo y Puerto Vallarta– llegué a Culiacán. Fue entonces que toqué la puerta de Río Doce. El semanario tenía apenas cuatro años de creación, pero ya evocaba la misma leyenda que a sangre y fuego se había ganado la revista Zeta de Tijuana. De igual forma, los fundadores del impreso sinaloense, los periodistas Ismael Bojórquez y Javier Valdez, tenían la misma cepa que Jesús Blancornelas, fallecido pocos meses antes de mi arribo a México.
"Campechano y dicharachero; cultor de anécdotas e historias rigurosas sobre el narco; amante de la buena pluma"
Primero conocí a Ismael y luego a Javier. Ismael, casi al borde de un cierre editorial demencial, se dio el tiempo para recogerme en el hotel El Mayo de Culiacán, hablarme largo y tendido sobre la violenta Mazatlán de esos días, e invitarme un ceviche nativo (con galletas de soda) dentro de un restaurante ubicado a metros de la capilla de Malverde. A Javier, entonces de comisión en comisión, lo llegué a ver fugazmente. Tiempo después, como pasa en nuestro oficio, nos reencontramos en distintas conferencias sobre periodismo y narcotráfico en Lima y el DF.
De aquellas conferencias, y sobre todo de los almuerzos en estas jornadas, lo recuerdo campechano y dicharachero; cultor de historias y anécdotas sobre el narco; amante de la buena pluma. Aunque escalofriante en sus relatos sobre la criminalidad en Culiacán y preocupado por los atentados a las redacciones en las provincias, se mostraba risueño y siempre atento. Siempre dispuesto a compartir sus experiencias, pero sobre todo sus consejos de vida para cubrir los temas de la violencia y la muerte.
En resumen, periodista de aquellos, aunque también gran narrador.
Javier –reconocido con los mayores galardones que puede recibir un periodista– tenía una columna en Río Doce: Mala Yerba, en donde ensayaba pequeños relatos sobre la flora y fauna del narcotráfico. En sus artículos, la ficción coqueteaba con la no ficción, casi al mejor estilo de El Cártel de Blancornelas o de aquella legendaria antología de historias del narco en Viento Rojo, en donde aparecen relatos del mismo exdirector de Zeta, y de autores como Carlos Monsiváis, Elmer Mendoza y Vicente Leñero.
En dicha columna, Javier escribió el artículo "El quinto en la lista", hace casi exactamente un mes. El texto, premonitorio, dice lo siguiente:
“Soy el número cinco… Su voz baja llevaba los decibeles del cementerio, la tersura de las sombras cuando el día se despide y el sol se cae, ya sin fuerza. Sus amigos se quedaron absortos. No sabían de lo que hablaba, pero se lo imaginaban. Soy el quinto, compadre. Es la neta. Ya mataron a cuatro, de un total de siete. El siguiente soy yo”.
"Que nos maten a todos, si esa es la condena de muerte por reportear este infierno". Javier Valdez
Ayer, mientras abordaba un avión, me sorprendí con la noticia de su asesinato. Al ingresar al portal de Río Doce, el artículo decía: “El periodista Javier Valdez fue asesinado hace unos momentos por la calle Vicente Riva Palacio, entre Ramón F. Iturbe y Epitacio Osuna, de la Colonia Jorge Almada. De acuerdo a los primeros datos, el también autor de la columna Mala Yerba, conducía un Corolla rojo de modelo reciente, por dicha vialidad, cuando sujetos lo interceptaron y le dispararon”. El primer relato sobre su muerte tiene una extensión de 352 caracteres.
Tentado a cerrar estas líneas con alguna alusión a la condición telegráfica de nuestra existencia o a lanzar alguna reflexión optimista, me topo con otra frase profética que soltó Javier tras el reciente homicidio de una colega mexicana: “A Miroslava [Breach] la mataron por lengua larga. Que nos maten a todos, si esa es la condena de muerte por reportear este infierno”. La frase, escrita hace solo dos meses, destila hartazgo y cansancio en esta hora trágica.
A estas alturas, aún conmocionados por la partida de uno de los nuestros, solo queda reafirmar la última parte de aquella frase: “No al silencio”.