El primer Mundial que vi con detenimiento fue el de Estados Unidos 94. En ese entonces, tenía pocos años de ser un hincha declarado del fútbol; sin embargo, ese corto tiempo lo había vivido con total fanatismo. Mi compromiso con el Sport Boys, club del que soy hincha, no se limitaba a seguir sus partidos por la radio, ver los resúmenes por la televisión o ir al estadio. También incluía escuchar religiosamente los programas deportivos radiales, sintonizar Goles en Acción en el canal 13, recortar las crónicas de los diarios y revistas deportivas y llenar el álbum Estrellas del Fútbol con las figuritas de los equipos y jugadores del Campeonato Descentralizado. Asimismo, cada jornada deportiva concluía con una revisión exhaustiva de cada ítem de la tabla de posiciones. Conocer la diferencia de goles, la tabla de goleadores y los encuentros de la próxima fecha eran ritos importantes que me permitían pronosticar el futuro y hacer más llevadera la espera del siguiente partido. El cumplir con devoción cada una de esas rutinas le daba tranquilidad a mi agitado corazón de fanático. Todos los fines de semana me acostaba con la satisfacción de haber contribuido con la campaña de mi adorado club.
Las rutinas relacionadas con mi club se extendieron a la selección peruana en 1992, año en que empezó la campaña para clasificar a la Copa Mundial que se iba a realizar en el país norteamericano. Como era de esperar, durante la etapa de amistosos del cuadro dirigido por Vladimir Popovic, recurrí a ritos similares. Recuerdo haberme preocupado por conocer el rostro de cada uno de los jugadores, y eso que fueron muchos los que el entrenador yugoslavo convocó para el proceso eliminatorio. También el haber escuchado por la radio la victoria sobre Argentinos Juniors, en lo que fue el debut de dicho combinado patrio. Incluso tuve la suerte de que mis dos pasiones llegaran a coincidir. Uno de mis momentos más felices de esa etapa se dio cuando Martín Duffoo, en ese entonces figura del Boys, capitaneó a la selección en uno de esos encuentros preparatorios (creo que fue Rumanía). No obstante, mi devoción a la selección no se vio recompensada con resultados. Tras una Copa América aceptable, las eliminatorias del 93 terminaron siendo un total fracaso. No pudimos vencer a ninguno de nuestros rivales -Argentina, Colombia y Paraguay- y el único punto que cosechamos fue gracias a un empate en casa con el cuadro guaraní. El sueño se esfumó y el Mundial de Estados Unidos 94, como dice el cántico tribunero, lo tuve que ver por TV. Ese sería el primero de varios.
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Si nos ceñimos a los hechos, Estados Unidos 94 fue el primer mundial de la globalización. Dicha copa fue la que siguió a la caída de la Unión Soviética y la primera en la que pudimos observar las primeras consecuencias de ese fenómeno histórico. Autores como Juan Villoro, Simon Kuper, Jorge Valdano o, Ramón Llopis, editor de los ensayos reunidos en el libro Fútbol posnacional, han puesto en evidencia en sus publicaciones cómo el fútbol empezó a cambiar como consecuencia de la apertura de los mercados globales acaecida tras la caída del Muro de Berlín. Es a partir de la debacle del comunismo y la expansión global del consumismo, que el fútbol empieza a transmitirse con mayores facilidades en todos los puntos del planeta y se termina de convertir en el gran negocio que conocemos hoy en día. Desde entonces, el hinchaje ha dejado de estar ligado a una tradición local para volverse trasatlántico y, en muchos casos, coyuntural. Tanto así que, por estos días, no es raro que un fanático del Real Madrid no viva en la capital española. Los Hala Madrid posteriores a los campeonatos de la “Casa Blanca” pueden provenir de lugares tan distantes como Lima, San José, Tokio o Lagos. También la década del noventa fue la que le dio el puntapié inicial a los ídolos globales. Jugadores como Romario, Roberto Baggio, Ronaldo, Zidane, Ronaldinho Gaucho, Cristiano Ronaldo o Messi no solo han sido seguidos por los hinchas de sus clubes o de sus selecciones, sino que han sido admirados por fanáticos de todo el mundo. Son futbolistas que tienen la categoría de marcas globales y cuyas camisetas son un éxito de venta en cualquier región.
No parece casualidad entonces que el primer mundial ocurrido después del triunfo del capitalismo haya sido en Estados Unidos, la potencia que lideró la expansión de los mercados. A los norteamericanos les calzaba perfecto el primer mundial de la globalización. Y como es su costumbre, supieron sacarle el jugo al espectáculo. Fueron tan buenos organizadores que terminaron teniendo como campeón a Brasil. Siguiendo la máxima de ofrecerle al público el mejor producto, celebraron la coronación del equipo más carismático del mundo. Sin embargo, no todos fueron triunfos para los norteamericanos. A pesar de su derrota ideológica, la Unión Soviética logró dejar su marca en el Mundial de sus otrora rivales. Uno de los goleadores del torneo terminó siendo Oleg Salenko, el nueve de la selección rusa que se dio el lujo de marcar cinco goles en un solo partido. Un desconocido terminó encabezando la tabla de anotadores del torneo -empató con el búlgaro Histro Stoichkov, paradójicamente también nacido en un territorio comunista- casi como en una película de Hollywood.
La organización del Mundial fue el primer paso del segundo intento de Estados Unidos de asimilar el deporte que ellos llaman soccer. Tras el experimento fallido de la North American Soccer League vivido en los setenta, la Copa del Mundo del 94 sirvió como nuevo disparador del balompié en la potencia mundial. El torneo impulsó la fundación de la Major League Soccer y el progresivo crecimiento en nivel de las selecciones del país norteamericano. También el arraigo ha crecido entre la población y, tal como lo indican las estadísticas, hay partidos que tienen una mayor concurrencia que los que se juegan en países sudamericanos. Y es que Washington ha sabido reconocer el potencial de soft power y está dando los pasos necesarios para aprovecharse de él. Tanto así que potencias que buscan alcanzarlo en influencia global, como China o India, han seguido la misma ruta. En resumen, desde que Estados Unidos organizó el Mundial, el fútbol se ha convertido en el deporte que todo el planeta sigue por televisión. Incluso un púber peruano de trece años.
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Recuerdo claramente el partido inaugural de Estados Unidos 94. Es difícil olvidar el primer y último partido que pude ver por televisión en el colegio. A pesar de que la selección peruana no tenía lugar en dicho torneo, un apasionado profesor llevó una tele y la prendió en el salón. No recuerdo que hayamos visto la inauguración, pero sí el encuentro entre la campeona Alemania y la debutante Bolivia. Fue un partido que tuvo como única sorpresa la expulsión del ‘Diablo’ Etcheverry, la estrella del cuadro verde, a pocos minutos de haber ingresado al campo de juego. La escuadra teutona ganó con el oficio del que se sabe superior y con la arrogancia del que no le importa aburrir a un grupo de escolares. Ese primer partido fue el preámbulo perfecto de un mundial previsible que no regaló muchos partidos de alto nivel. Tanto así que se terminó definiendo por penales en una final entre Brasil e Italia que no concedió goles en el tiempo reglamentario. Lo que sí dejó fueron momentos de gran emotividad. Al ser el primer mundial al que me entregué con devoción, tengo varios recuerdos en la cabeza.
La tragedia colombiana se podría graficar con los goles de Georghe Hagi y Florin Raducioiu sobre el siempre adelantado Óscar Córdoba y con el autogol de Andrés Escobar que le terminaría costando la vida. La favorita -o al menos eso creíamos los sudamericanos- Selección Colombia no solo quedó eliminada en primera ronda, sino que sufriría la muerte de unos de sus zagueros en un atentado cometido por un fanático que no soportó el fracaso. Argentina también vivió su propio calvario. El retorno de Maradona a los mundiales empezó majestuosamente con goles y asistencias ante Grecia y Nigeria, pero concluyó de la forma más bochornosa por otra inhabilitación por dopaje. La imagen del D10S saliendo del campo de juego de la mano de una enfermera debe ser una de las más tristes que ha vivido el fútbol de alto nivel. Otras imágenes, como las celebraciones brasileñas, en especial la de Bebeto simulando mecer a su recién nacido, son difíciles de olvidar. Los cuadros chicos también se ganaron un lugar en mi memoria. Los bailes de los nigerianos Yekini y Amokachi durante el festejo de sus anotaciones me sacaron varias sonrisas en la primera ronda. El gol maradoniano del diez de Arabia Saudí Saeed Al-Owairan al mejor arquero del torneo, el belga Michelle Prud’homme, me dejó con la boca abierta. El cabezazo del búlgaro Lechkov no solo fue uno de los goles más bellos de la copa, sino que representó una de las grandes sorpresas del Mundial: la eliminación temprana del campeón Alemania. También, las payasadas del desequilibrado arquero sueco Thomas Ravelli se quedaron en mi retina. La final, más que goles, dejó la triste imagen de Roberto Baggio, el jugador más exquisito del torneo, fallando el penal definitorio y provocando el salto de Pelé en las tribunas. Como olvidar que O Rey, en el colmo del compromiso o de la huachafería, usó una corbata con los colores de la bandera estadounidense. Todas fueron hermosas postales del primer mundial que seguí íntegro por televisión.
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Si Estados Unidos 94 fue el primer mundial de la globalización, Francia 98 fue el de la utopía globalizadora. Con el comunismo derrotado y la implantación total del capitalismo en Rusia y buena parte del Tercer Mundo, autores como Francis Fukuyama hablaban del fin de la historia. Desde esas perspectivas, el mundo ya no tendría que preocuparse por las guerras ideológicas y se preparaba para un período de prosperidad alejado de los conflictos. Las expansiones de un sistema político (la democracia) y de uno económico (el capitalismo neoliberal) hacían pensar que el mundo tendía a la homogeneización y que todos nos íbamos a adaptar al nuevo orden. Solo un tema podía poner en riesgo la consolidación de la globalización: la arista cultural. ¿Sería posible que las diferentes ‘razas’ y culturas olvidaran sus diferencias? ¿Realmente se borrarían las barreras que durante siglos habían marcado las identidades? Eran las preguntas que se hacían los intelectuales de ese momento. Para resolver el problema, el fútbol llegó al rescate. En el mundial galo, un equipo formado por descendientes de africanos, árabes y uno que otro francés conquistó la Copa. El anfitrión apostó por un equipo multicultural y, dándole una lección al mundo, consiguió la hazaña. Todo parecía funcionar a la perfección. El fútbol demostraba que las fronteras ya no significaban nada y que era posible borrar las diferencias culturales. No obstante, poco tiempo después, la política se encargó de tirarse abajo a la utopía sustentada por el fútbol. La selección de la globalización había sido solo un espejismo.
El documental Les Blues: una historia de Francia 1996-2016 recoge la historia de la selección gala de fútbol durante los años citados. Justamente, la cinta empieza narrando la euforia que desató el título obtenido por el equipo de Zidane, Thuram y Deschamps, ese equipo multicultural que fuera rápidamente alabado por los intelectuales por representar a una Francia formada por inmigrantes venidos de países en vías de desarrollo. Sin embargo, el consenso sobre la nueva nación duró poco porque, en plena Eurocopa de 1999, el político de ultra derecha Jean-Marie Le Pen afirmó que ese equipo no lo representaba, pues estaba formado por extranjeros que no cantaban el himno nacional. A pesar de que los blues terminaron ganando la Eurocopa y un año después la Copa Confederaciones, el daño parecía estar hecho. En 2002, la selección multicultural quedó eliminada en la primera ronda del torneo celebrado en Corea-Japón y Le Pen pasó a la segunda ronda de las elecciones presidenciales con el 16% de los votos. Las palabras del ultraderechista se extendieron y el otrora admirado equipo de la globalización fue acusado de un escaso compromiso patriótico. El sueño de la selección multicultural tropezó con los límites de lo local. Si bien las fronteras económicas y políticas parecían haber desaparecido, las culturales todavía seguían dejando claros los límites de la globalización. En el fútbol y en la vida, todavía es muy importante la identidad local. Por eso sufrimos con nuestras selecciones.
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Tras el fracaso de la selección de Popovic, las siguientes campañas tuvieron rendimientos disparejos, pero fue la eliminación su denominador común. Estuvimos cerca de llegar a Francia 98, aunque no mejoramos en las campañas de Corea-Japón 2002 y Alemania 2006. Luego, tocaríamos fondo en las eliminatorias para Sudáfrica 2010 al acabar en el último puesto de la tabla sudamericana. Con técnicos y tácticas distintas, nada rompía con el maleficio de ver el Mundial por TV. Como único consuelo, los peruanos nos terminamos acostumbrando a hacer fuerza por equipos con los que nos unía poco, pero que sentíamos cercanos gracias a los nuevos avances tecnológicos. Los fanáticos del balompié nacidos en las décadas del ochenta y noventa hemos tenido la suerte de ver los profundos cambios que se han dado en la forma de contactarnos y acceder a la información del universo futbolístico. La expansión del cable y el vía satélite, y la aparición de Internet han permitido que la información sobre jugadores, clubes y torneos aumente y se vuelva más accesible. Si en la última década del siglo XX aún teníamos que recurrir a enciclopedias deportivas o a álbumes de figuritas para poder conocer las alineaciones y los rostros de las selecciones internacionales, hoy en día podemos obtener esa información a través de búsquedas en google o en blogs y portales especializados. Si antes había que esperar al fin de semana para poder ver los resúmenes de los mejores goles de las ligas internacionales, actualmente, es posible pasarse todo el día viendo partidos de las ligas inglesa, francesa y española, o de los torneos sudamericanos. Sin embargo, los avances tecnológicos no se limitan solo a la difusión de la información. La experiencia también ha cambiado gracias a las posibilidades que trae consigo la virtualidad. Los videojuegos también han cambiado nuestra relación con el fútbol.
Creo haber probado la mayoría de juegos relacionados con fútbol que han aparecido en las diferentes consolas virtuales. Desde el Pele’s Soccer de Atari, pasando por el World Cup de Nintendo y los míticos Super Soccer y Soccer Shoot Out hasta los Winning Eleven, PES y FIFA de las versiones de Play Station. A todos ellos, les dediqué varias horas de mi niñez, adolescencia e incluso de mi adultez. Y la entrega a esos juegos no solo ha estado ligada al grato entretenimiento que traen consigo, sino a la posibilidad de participar en un escenario que le estuvo negado al hincha peruano durante mucho tiempo: la de participar en los grandes torneos y estar acompañado de las estrellas del fútbol mundial. Es gracias a esos juegos que pude derrotar a los mejores equipos de Estados Unidos 94, dirigir a todas las escuadras en las que jugó Zidane e incluso hacer que la selección peruana ganara el Mundial. Las mejoras de los videojuegos han permitido que la experiencia de la virtualidad sea cada vez mayor y que los fanáticos nos compenetremos cada vez más con el universo del fútbol. Ahora jugamos mundiales todas las semanas, aunque sabemos que nada se compara con gritar un gol cada cuatro años (*).
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