MEMORIA. "El duelo es la forma de procesar lo ocurrido en el pasado, y procesar significa hacerle preguntas", dice Victor Vich.
Todo el que ha escuchado la canción "Flor de retama", el relato de una masacre de estudiantes y campesinos en los Andes, tiene que haberse agrietado por dentro con estas frases: “La sangre del pueblo tiene rico perfume./ Huele a jazmines, violetas, geranios y margaritas,/ a pólvora y dinamita”. Ricardo Dolorier, un maestro de escuela cuyo apellido parece un presagio, la escribió al enterarse de la muerte de sus alumnos durante la represión militar a una protesta a fines de los años sesenta.
Entonces no podía saber si había creado un canto a la indignación. El tema era tan conmovedor que durante años atrajo las sospechas de la Policía. Hoy, en cambio, es parte del patrimonio sentimental de la Nación. “Muchas personas encuentran en ella algún punto de identificación que hay que tener en cuenta”, dice el crítico Víctor Vich, que ha dedicado un libro a explicar las maneras en que esta canción, junto a otras piezas de arte, nos ha permitido procesar el trauma de la violencia política reciente. En un giro a tono con la gravedad, el libro se titula “Poéticas del duelo”.
Me gustaría empezar una idea del libro que resume el panorama que presentas: “En el Perú la cultura está realizando el duelo que la política no ha hecho”.
-Primero habría que decir que el duelo es la aceptación de una pérdida. Pero esa aceptación no implica una clausura ni un estado de pasividad. El duelo es la forma de procesar lo ocurrido en el pasado, y procesar significa hacerle preguntas, encontrar cosas desconocidas, darse con algo que no está suficientemente simbolizado. El sector del arte y la cultura es el que realmente se ha comprometido con intentar pensar qué es lo que realmente ocurrió en la década de los ochenta y noventa. Eso significa pensar cuál fue el rol de los actores: la clase política, las Fuerzas Armadas, los terroristas o la sociedad civil. El informe de la Comisión de la Verdad, que ha sido malentendido, fue muy claro en señalar la responsabilidad principal de Sendero Luminoso y de quienes optaron por la violencia, pero al mismo tiempo es muy crítico con todos los sectores de la sociedad, porque la violencia generó que todos cometieran errores. Sin embargo esto no se quiere aceptar. En el Perú hay una resistencia cultural a la autocrítica, hay resistencia a aceptar los errores. Es el discurso del arte el que está poniendo esos errores sobre la mesa, visibilizándolos. Muchas de las verdades del pasado entran a la cultura por las películas, por las canciones, las novelas y los objetos artísticos que van reconstruyendo un imaginario histórico.
En su famoso ensayo sobre el sentido de la fotografía, titulado precisamente “Ante el dolor de los demás”, Susan Sontag dijo que el problema no es que la gente recuerde las grandes tragedias a partir de las fotos; el problema es que solo recuerda las fotos. ¿Hay el mismo riesgo para otras formas de arte?
-El arte es un tipo de discurso que no se basa en sí mismo. Es un tipo de discurso que te lleva a conversar, a discutir. Es un símbolo que fuerza al receptor a conectarlo con otra cosa. Ningún arte habla por sí solo. Lo que hace es activar la necesidad de hablar. Es un discurso que siempre sale del arte mismo, por eso tiene potencia. Es lo que intento en el libro: rastrear las posibles conexiones de ciertos objetos artísticos con la historia peruana, la política, la filosofía, la cultura, con nuestra propia identidad.
Los sociólogos dicen que cultura es experiencia. En el libro mencionas que varias de estas reflexiones tienen su origen en vivencias personales, como cuando escuchaste "Flor de retama" o cuando viajaste a Oreja de Perro, en Ayacucho, ese territorio tan castigado durante la guerra interna.
-Mi generación es la de los ochenta. Crecí y me formé intelectual, política y humanamente en el momento más fuerte de la violencia. Para mí y buena parte de mi generación es una época central, constitutiva de lo que somos. Como cualquier persona de Lima, viví la violencia de oídas y a través de sus signos más externos, como los apagones y los bombazos. Pero cuando terminé la universidad me fui a la Universidad de Huamanga, donde trabajé durante seis meses. Allí pude escuchar muchas historias y conversar con mucha gente y para mí fue un momento muy interpelador. La realidad ayacuchana hizo que me diera cuenta de cómo la historia está llena de silencios y vacíos. Siempre pensé que era importante estudiar cómo se representaba la historia, pero no solo en el discurso histórico, sino cómo el arte cumplía una función en visibilizarla de otra manera. Es decir, no solo mostrar lo que pasó, sino cómo se vivió lo que pasó. El objeto artístico tiene la potencia de mostrar cómo la historia se encarna en situaciones concretas y en personajes concretos.
Es el caso del huaino la "Flor de retama", que en su origen era el relato de un profesor de colegio sobre la muerte de sus alumnos, pero luego adquiere proporciones casi míticas en medio de la guerra.
-La fuerza de "Flor de retama" está en que demuestra el momento en que una sociedad se desestructura. ¿Qué significa eso? Que el Estado deja de representar a la sociedad y más bien se enfrenta a ella. Una sociedad ideal es aquella en que el Estado y los ciudadanos tienen comunicación, están de alguna manera fusionados, retroalimentándose. La letra de "Flor de retama" no solamente muestra que se ha roto ese vínculo, sino que ambos sectores se oponen y se agreden uno a otro. En vez de defender a la población, el Estado la ataca. Su manera de relacionarse con la sociedad radica en un posicionamiento autoritario, desde los policías en la calle hasta los políticos corruptos. Y eso es algo que hasta el día de hoy no se supera. La población ve al Estado con desconfianza.
Portada del libro: "Cantuta: Cieneguilla - 27 de junio 2995", sobre la intervención artística de Ricardo Wiesse (IEP - Micromuseo, DED, 2010). Foto: Herman Schwarz.
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El artista Edilberto Jiménez convirtió el retablo ayacuchano en una caja de Pandora andina, un artefacto capaz de contener el horror del universo. En una de sus obras se observa a un grupo de hombres en traje de campaña que torturan a otros hombres al borde de unas cuevas: les sacan los ojos, los mutilan, los decapitan. En otro de sus trabajos, un grupo de hombres vestidos como campesinos ejecuta a otros campesinos con la misma crueldad: acuchillan y decapitan a hombres y mujeres en frente de sus hijos. En un tercer retablo hay militares que asesinan campesinos y los entierran en unas fosas como las que hoy cubren los Andes, y en una cuarta muestra de ese imaginario sangriento otro grupo de militares viola a unas mujeres y luego las arroja a un abismo. Antes de Jiménez, la idea de un retablo era la de una pieza de artesanía con puertas de flores y llenas de ángeles y escenas celestiales. Después de Jiménez, un retablo es la oscura evidencia de una pesadilla de la que muchos jamás despertarán.
En el libro atribuyes al trabajo de Edilberto Jiménez una ética del testimonio, en el sentido de un artista que usa su talento para revelar una verdad desconocida. De alguna forma conecta con el “Yo lo vi” que Goya inscribe en una imagen de su serie Desastres de la guerra.
-En todos los artistas hay un esfuerzo por representar algo que no tiene palabras: el dolor, la injusticia de la violencia. Muchas personas piensan que eso no se puede representar, pero hay artistas como Edilberto que dicen que eso necesita tener una simbolización, una imagen. Lo ético está en el esfuerzo por producirla, por tallar cada figurita de una madera de una forma absolutamente estremecedora. A mí me parece que los retablos de Edilberto son un testimonio de quien se pregunta constantemente por los sobrevivientes, cuál es el efecto de la violencia en el que la vivió. Y lo ético está en haber sobrevivido y dar cuenta de lo que ocurrió y no se sabe. Estos retablos son retablos éticos en la medida en que muestran lo que no se conoce.
Detalle de retablo de Edilberto Jiménez. Cortesía: IEP.
¿Hay alguna diferencia entre el artista que ha caminado entre los escombros, como Jiménez, y otros que no han vivido directamente la violencia? Me refiero a los artistas de la generación posviolencia que incluyes en tu análisis.
-Hay diferencias, pero no de autoridad. El discurso artístico trabaja con símbolos. Puede que uno no haya vivido la violencia, pero es capaz de presentarla de una manera contundente. César Vallejo no estuvo en las trincheras de la Guerra Civil Española, y sin embargo produjo “España, aparta de mí este cáliz”, que es una de las representaciones más contundentes sobre ese momento. Todos están haciéndole preguntas al pasado, a ese trauma que se resiste a ser simbolizado, para revelar cosas desconocidas. Eso descocido es lo que perturba, lo que molesta, lo que muchos en la sociedad peruana no quieren aceptar porque revela nuestros errores como sociedad.
Cuando analizas la performance de Ricardo Wiesse, quien pintó cantutas en el mismo lugar donde fueron enterrados los estudiantes ejecutados por un escuadrón de la muerte de la dictadura fujimorista, planteas una pregunta necesaria: por qué el Estado suele impedir a los ciudadanos acercarse a un lugar que dice algo de su historia.
-Lo que ocurre es que hasta el momento, después de 35 años de la violencia, la actitud del Estado sigue siendo defensiva, sigue tratando de tapar, ocultar, no permitir, no revelar información. El Estado no ha hecho una autocrítica del pasado reciente. El Perú contemporáneo es una sociedad obsesionada con el futuro. O peor: obsesionada con vivir el presente sin ninguna planificación hacia adelante. Lo único que importa es ganar plata ahora y no lo que vaya a pasar después. Esta no es una sociedad en la que se perciba la presencia del pasado en el presente. Por eso no se le da demasiada importancia a los lugares de la memoria. Peor aún con este rollo neoliberal dominante del crecimiento económico y la riqueza: el pasado es lo que menos importa.
El duelo es el reconocimiento de que todos somos sobrevivientes, y que, finalmente, estamos inscritos en una misma historia con diferentes posiciones en ella.
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Entre los escombros de lo que fue la prisión de El Frontón, en una isla al frente del Callao, hay un muro en que todavía puede leerse la palabra “Final”. Como una ironía fatal, la palabra está rodeada por los agujeros de los impactos de bala que cayeron el día del episodio conocido como “La matanza de los penales”, a mediados de 1986. La fotógrafa Gladys Alvarado recorrió ese escenario muchos años después y retrató algo que se percibe como la escena de un crimen. Víctor Vich encuentra en estas imágenes una denuncia acerca de la ruptura de la historia. “Estas fotografías sostienen que el olvido es parte de la maquinaria del poder y muestran cómo el silencio y la ruina se han convertido en elementos fundamentales de la historia peruana”.
El Frontón, 2009. Fotografía de Gladys Alvarado Jourde.
¿Es por eso que el arte sirve como recurso político?
-El objeto de arte siempre es político, aunque no trate temas políticos, porque genera algo, porque interrumpe un estado habitual de las cosas. Todo objeto de arte representa la realidad de otra manera y nos hace repensar esa realidad. Es político porque activa una conversación: ¿Esta película es buena? ¿Por qué? Por tal razón; ¿Esta canción es muy buena? ¿Por qué? Por tal razón. El arte es importante como un elemento de apoyo, que acompaña al discurso histórico.
En la historia reciente, los momentos más intensos de este papel han sido en la actividad artística que registró episodios de la época de violencia política y en las performances que movilizaron a la sociedad civil contra la dictadura.
-En la época del fujimorismo, el arte cumplió una función fundamental a través de las representaciones simbólicas. La intervención “Lava la bandera” contribuyó significativamente a erosionar el imaginario salvador del gobierno de Fujimori: instaló en el imaginario la idea de que era un gobierno corrupto, criminal, que había ensuciado la patria. Esta intervención urbana fue central. Y al mismo tiempo muchos artistas desde lugares contraculturales como El Averno, o desde ciudades como Ayacucho o Arequipa. También está el caso de Miguel Cordero, autor de un saco militar de seis bolsillos que es una de las imágenes más contundentes que ha producido el arte peruano sobre la corrupción. Es un objeto espléndido. En general todos los objetos y los autores que he tratado en el libro me han sorprendido, me han interpelado o conmovido, y me han ayudado a ver cosas que no veía. Me han parecido imágenes que consiguen nombrar y resumir la historia peruana.
Siempre se ha dicho que para evitar la violencia y curar las heridas del conflicto necesitamos cultivar nuestra memoria colectiva. Pero Susan Sontag decía que la memoria colectiva no existe. Que lo que existe es un acuerdo acerca de las cosas que aceptamos como parte de la historia y que no deberían volver a pasar. ¿Tal vez deberíamos ser más racionales para llegar a un consenso?
-Mira, la memoria colectiva solo puede constituirse a partir de la conciencia de sus propios huecos, de sus propias faltas. Tener memoria colectiva no significa recordar una versión de cómo fueron las cosas, sino reconocer que hay algo que no sabemos. Los objetos de arte nos invitan a encontrarnos con esos vacíos, a entender que lo que recordamos no es exactamente la única verdad, sino que hay otras versiones, otras verdades. El duelo es el reconocimiento de que todos somos sobrevivientes, y que, finalmente, estamos inscritos en una misma historia con diferentes posiciones en ella. Tenemos siempre que pensar que hay gente que vivió las cosas de una manera distinta a la que uno vivió. Pensar en esa diferencia es de alguna manera pensar en la solidaridad.
¿Crees que es posible llegar a un consenso? ¿Eres pesimista u optimista sobre el efecto de estos trabajos que tratan de cultivar la memoria de lo que pasó en el Perú?
Ni pesimista ni optimista. En lo que creo es en el compromiso por hacer que estos trabajos se conozcan más, lleguen a los textos escolares, que la gente pueda verlos, discutirlos, interpretarlos. Tenemos que hacer el esfuerzo por demostrar la importancia que tiene el arte para entender la historia peruana. Si los efectos serán optimistas o pesimistas, no lo sé, pero creo en el esfuerzo, en el hacer, en el compromiso hacia adelante.
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