SILENCIO. La calle de Madrid desierta vista desde la ventana de la autora.
Hoy constatamos que el escenario que hace solo dos semanas llamábamos ciencia ficción se ha encarnado. Qué duda cabe que no somos protagonistas de una película cuyo final concluirá al cabo de dos horas, ni de otras dos semanas. Es más, no sabemos cuánto se va a prolongar este futuro de incertidumbres, pánico y ciudades vacías que ya nos envuelve. Todos desearíamos que acabe pronto, y quisiéramos adelantar la película que no es película hasta un final feliz con el control remoto. Como niños nos vemos hechizados con cada noticia –aunque sea falsa– sobre la vacuna contra el virus que hoy nos acecha, no solo como país, sino como especie humana.
Ante esta pandemia que no conseguimos descifrar y que todo lo ha trastornado, recluidos en nuestras casas, o acudiendo a nuestros trabajos con miedo del mismo aire, nos deslumbramos ante esas cosas básicas que dábamos por descontadas: respirar sin dificultades, comer, caminar por la calle, tocar a quienes amamos. Esto para quienes permanecemos sanos o no tenemos un ser íntimo en un hospital. O para quienes no estamos en la piel de aquellos que antes incluso de la pandemia no tenían un techo o no sabían si podrían comer al día siguiente.
CAMBIO. Escena de la ciudad desierta, tras la inmovilización obligatoria decretada por el gobierno para contrarrestar la pandemia.
Foto: Andina.
Ahora nos ponemos a valorar la trascendencia de la ayuda mutua, la de contar con un sistema hospitalario decente, o la de edificar ciudades amables que al menos puedan ofrecernos algo de belleza al abrir nuestras ventanas.
En medio del desasosiego y la reclusión, en momentos nos hacemos preguntas sobre el mundo que estábamos construyendo/destruyendo y, en la búsqueda de respuestas para nuestro desasosiego, terminamos indagando en nuestro interior. Este tiempo crudo nos va descubriendo a esos otros que nos eran invisibles. Y a nosotros mismos.
Ahora nos ponemos a valorar la trascendencia de la ayuda mutua, contar con un sistema hospitalario decente, o edificar ciudades amables.
Aun así, seguimos aferrados a las palabras conocidas, tememos ver el paisaje más allá de dos semanas y seguimos llamando crisis a este cataclismo cuya magnitud no podremos medir sino hasta dentro de muchos meses. Es una opción válida para quien prefiera recibir las dosis de la realidad –por demás incierta– poco a poco. Lo que no deberíamos hacer es dar las mismas respuestas frente a una situación tan insólita como desafiante, ni repetir los mismos discursos, ni buscar chivos expiatorios, ni permitir que gente sucia pretenda sacar réditos políticos de una desgracia descomunal que aún nadie en el mundo sabe cómo manejar.
Desde ya comenzamos a ver gestos mezquinos, pero también heroicos; acaparamientos y especulación de bienes urgentes, frente a solidaridades luminosas; estallido de antiguas rabias acumuladas y proliferación de noticias falsas, como también expansión de reflexiones hondas y buen humor ante la desgracia.
MIEDO. El temor a la cuarentena generó en su momento compras desmedidas y acaparamiento de productos.
Foto: Andina.
Estoy en Madrid, lejos del Perú, en confinamiento desde hace más de una semana. Hace pocos días fue mi cumpleaños y como un pequeño regalo salí a comprar el pan y el periódico dos cuadras más adelante de lo habitual, para atisbar cómo andaba el mundo más allá de la plaza que por fortuna puedo ver desde mi ventana.
Al pasar por una sucesión de comercios, todos cerrados, de ropa, bisutería, artefactos, muebles, adornos, me daba cuenta de que nada de eso me era urgente ahora; más bien, con cierta vergüenza, recordaba las innumerables veces que he comprado cosas que no necesitaba simplemente porque una tienda estaba abierta y yo disponía de dinero en mi billetera. O en mi tarjeta de crédito.
Hoy que la mayoría de nosotros desconoce si en los próximos meses dispondrá del ingreso que consideraba seguro, me preocupo, y repaso de qué manera hemos ido construyendo un mundo que desprecia u olvida una palabra que para nuestros abuelos fue esencial para la subsistencia, sino una virtud que cultivar: austeridad.
Hemos terminado convirtiendo la austeridad en una palabra apestada. Sin darnos cuenta, nos hemos ido sumiendo en la codicia.
Hoy que todos los líderes mundiales y los “grandes expertos de la economía” a toda hora van haciendo proyecciones de cuál puede ser la duración de esta crisis y cuándo volverán a crecer las economías y podremos retomar la “normalidad” del consumo, habría que preguntarse si no sería inmoral y obsceno y finalmente suicida volver al mismo sistema que ha convertido a los ciudadanos en meras máquinas consumidoras a tal extremo que nosotros, seres humanos de todo el planeta y de todas las clases sociales –aquí no escapa nadie– hemos ido valorando a los demás y asentando nuestra propia identidad y autoestima en función de cuánto podemos ostentar y cuál es nuestra capacidad de consumo.
Hemos terminado convirtiendo la austeridad en una palabra apestada; la hemos confundido con la tacañería, no obstante, sin darnos cuenta, nos hemos ido sumiendo en la codicia.
No podemos volver como si nada al mismo sistema que endiosó al mercado como solución todopoderosa y nos vendió la lógica de recortar sin piedad los presupuestos de la sanidad y otros servicios públicos básicos. Como si fuera un símbolo de glamour, nos hemos sometido a esa lógica inhumana, incompatible con el espíritu democrático, que ha elevado los niveles de la desigualdad a escalas espeluznantes, en un modelo de modernidad que nos devuelve a la ley de la jungla, donde se salva o avanza quien paga más.
En la misma medida, los servicios privados se han ido encareciendo, lo que ha llevado a muchos de sus usuarios a esclavizarse mediante una acumulación de préstamos y trabajos insufribles.
Las fisuras de este modelo ya estaban colapsando y no queríamos verlas; frente a esta pandemia que no distingue fronteras ni clases sociales (aunque pueda matar más a los sectores más vulnerables) ahora todos miramos con ansiedad el estado de los servicios sanitarios que hace mucho deberíamos haber defendido.
No podemos volver al sistema que endiosó al mercado y nos vendió la lógica de recortar sin piedad los presupuestos de la sanidad.
En un artículo publicado este domingo, Lluís Bassets apunta algo que en estos días ya nadie pondría en cuestión: “No habrá salud de nadie sin salud para todos”.
En efecto, el hecho de que Alemania tenga un elevadísimo número de contagiados por coronavirus pero un asombrosamente mínimo número de muertos, encuentra una de sus mayores explicaciones en que es uno de los países del mundo con más hospitales y unidades de cuidados intensivos per cápita: casi el doble y hasta el triple que la mayoría de sus vecinos europeos. Ya ni imaginemos cuál es la diferencia respecto a los latinoamericanos.
Ahora que esta crisis nos va demostrando lo imprescindible de contar con una amplia red de hospitales públicos bien equipados, habría que preguntarnos cuántas veces, ricos, clasemedieros y pobres, nos hemos evadido de pagar los impuestos que solventan su funcionamiento. Y cuántas veces hemos pasado por alto o minimizado el crimen atroz que supone que políticos corruptos e individuos y empresas corruptoras se roben millones de los presupuestos públicos que podrían dotarnos de más y mejores hospitales, colegios, carreteras, seguridad ciudadana, protección social, ciudades limpias y sostenibles.
¿En verdad queremos volver a ese mismo sistema imberbe, a su “normalidad” salvaje? Una normalidad que hasta hace muy poco, pese a todas las señales de alarma sobre los peligros del cambio climático, estaba dispuesta a proseguir arrasando bosques, ahogando ríos, destruyendo el patrimonio natural e histórico, empujando a cada vez más gente a invadir y explotar las reservas de la biósfera.
DAÑO. Tala ilegal incautada por las autoridades. La destrucción del medio ambiente es parte de la vorágine de la que advierte la autora.
Foto: Andina.
Solo en el último año hemos visto arder millones de hectáreas de bosques y sabanas en Brasil, África y Australia por causas que sabemos han sido directa o indirectamente provocadas por esa combinación letal de codicia y calentamiento global. Pero después de llorar mediante emoticones tristes en las redes, hemos vuelto a las andanzas.
Y ahora que nos vemos arrimados en nuestras casas mientras el planeta descansa, ¿en verdad seremos capaces de volver a esa “normalidad” donde nuestro derroche y nuestra adicción al consumo sean ensalzados con el título de “crecimiento”? O es que también volveremos a hacer la vista gorda frente a la trata de millones de mujeres, hombres y niños que aceitan los engranajes menos visibles de la maquinaría global de producción de mercancías que calma y colma nuestras ansias de consumo.
En pocos días de confinamiento, las calles vacías de múltiples ciudades del planeta vuelven a recibir la visita de innumerables pájaros que parecían desterrados para siempre.
En medio de la calamidad, hay algo en su canto que nos enciende. Algo que no podemos explicar. Nuestras mismas ciudades, despejadas de nosotros, parecen brillar. Si desde su antigüedad hablaran, no me extrañaría que de unos edificios a otros se estuvieran diciendo: ¡Brindemos, hermanos!, disfrutemos del silencio, descansemos de sus gritos, de sus humos, de sus escupitajos y fritangas.
SALUD. Implementación de instalaciones médicas en la Villa Panamericana. La pandemia es un desafío a la salud pública en todo el mundo.
Foto: Andina.
Quizás podemos mirar este tiempo de reclusión como una advertencia radical, un regalo amargo para detenernos y expandir nuestra imaginación.
Y nosotros, en medio de esta reclusión forzada, ¿qué nos estamos diciendo unos a otros, o quizás solos, con palabras o en silencio? Este tiempo puede sacar lo mejor y lo peor de cada cual. Ojalá también encienda nuestra creatividad para confrontar el mundo que se nos ofrecerá a continuación. Con un “discreto encanto”, nos puede devolver a las mismas ansiedades y destrucciones que antes fuimos abonando. Quizás podemos mirar este tiempo de reclusión y desasosiego como una advertencia radical, como un regalo amargo para detenernos y expandir nuestra imaginación.
Hace miles de años, cuando todavía éramos esa especie frágil y vulnerable que deambulaba por las sabanas de África buscando tierras que nos brindaran más alimento, tal parece que también andábamos buscando pigmentos que pudieran dar color a nuestros ornamentos y utensilios.
Si entonces ya podíamos pensar más allá de la sola supervivencia y teníamos la creatividad para explorar en las posibilidades de la belleza, hoy que contamos con infinitos más medios, por qué perdemos el regalo de imaginar nuevas maneras de hacer de nuestro mundo un lugar más justo, más generoso, más bello, verdaderamente libre. Para que esta película que no es película de terror ni de ciencia ficción no concluya con una pantalla rasgada, sin actores ni público en las butacas.