El escritor colombiano Evelio Rosero (1958) es autor de una obra preocupada en narrar las diversas formas de la violencia en Colombia. Su novedad no está en los temas, sino en su estilo: una prosa hecha de poesía y pesadilla, que construye ambientes enrarecidos donde se somete a prueba todo atisbo de esperanza. De eso hablamos durate su reciente visita a Lima. Lo sorprendí una tarde en su hotel de Miraflores, cuando volvía de un suculento almuerzo ofrecido por sus anfitriones y que comentó con inocultable entusiasmo.
Desde que descubrí Los ejércitos (2006), que obtuvo el Premio Tusquets de Novela, no he dejado de sentir una enorme curiosidad por su narrativa personalísima, alejada la mayor parte del tiempo de los mecanismos del realismo convencional y una intensa exploración en la memoria.
Lo que sigue son los fragmentos más significativos de una conversación que se prolongó por poco más de cuarenta minutos y que sucumbió, inexorablemente, al tráfico limeño de las seis de la tarde.
El primer libro suyo que leí fue Los ejércitos. Encontré allí una cierta atmósfera, un aire de familiaridad con el mundo de Rulfo, acaso por estas presencias fantasmales, como ocurre también, y más intensamente, en otra novela suya, titulada En el lejero (2003). ¿Es usted consciente de esa familiaridad, quizá le resulta incómoda?
-No creo que sea una familiaridad mía con Rulfo sino más bien una familiaridad entre la cultura de mi pueblo, Nariño, departamento del sur de Colombia, que es indígena, y muchas de las expresiones culturales que aparecen en la obra de Rulfo. Yo vi esa Comala reflejada en todos los pueblos colombianos que visité de niño; la vi también en mi propio pueblo. Creo que allí es donde ocurre la coincidencia, pero de ahí a que se considere a Rulfo como un antecedente de mi propia obra pues yo no encuentro tal cosa. Ahora bien, yo admiro la obra de Rulfo y lo considero un autor decisivo para la literatura latinoamericana; lo considero incluso más importante que Carlos Fuentes o el mismo Octavio Paz. Si hay alguna familiaridad, entonces, esta obedece a la realidad indígena y campesina que aparece en sus libros y en los míos.
En todo caso, más allá de las influencias, que suelen ser un tema muy debatible, lo que yo notaba era la existencia de ciertos rasgos comunes, como el hecho de que las historias de ambos transcurriesen en entornos rurales; que tuvieran un phatos, una carga trágica grande, así como también el carácter fantasmal de los personajes. Al terminar Pedro Páramo (1955), por ejemplo, uno se da cuenta de que ha hecho un viaje al mundo de los muertos; En el lejero, aunque no expresa esa posibilidad de manera tan clara y contundente, parece colocarse en el umbral de la muerte.
-En efecto, allí todos están vivos. No hay de hecho ningún juego o manejo con este asunto de los muertos, pero sí se trata de personajes que, como tú dices, tienen esa realidad en el filo de la navaja, que se ubican entre la agonía y la poca esperanza de vida que puede quedar alrededor de ellos. La idea de estos personajes secuestrados es algo presente en la realidad de mi país, y eso está En el lejero. Cuando terminé esa novela quedé insatisfecho, pues me pareció que había trabajado el tema desde un punto de vista muy onírico, muy poético. Entonces volví al tema, pero con una intención más investigativa, si se quiere, y de allí surge Los ejércitos.
En Los ejércitos además hay un contraste muy marcado entre la mirada inicial del personaje, marcada por la sensualidad y el deseo, y el final de la novela, que parece más bien un espejo que se quiebra ante el dolor y la violencia.
-Y yo no me lo propuse. Muchos lectores piensan que era mi intención establecer ese contraste, ese antagonismo ente la sensualidad y la muerte. Creo que se trató del reflejo inconsciente de la propia realidad de mi país, que es un país hermoso, lleno de humor, arte y espíritu; pero por otro lado está rodeado de una guerra fraticida, llena de masacres y de muerte permanente y esa es una realidad muy particular que creo ha modificado el punto de vista de todos los escritores colombianos. Es una guerra de poco más de cincuenta años. Unos han mirado ese conflicto desde un punto de vista urbano; otros, como en mi caso, desde un punto de vista rural; pero todos estamos viendo esa misma realidad, esa misma violencia. Eso es lo que enriquece, creo, a la actual literatura colombiana.
Desde el arte y la literatura hay una respuesta del espíritu a la guerra y a la violencia, una respuesta a la barbarie.
Como lector, me impresiona mucho el resurgimiento del tema de la memoria en un momento en que ya no se habla de literatura comprometida o del compromiso social del escritor. Me da la impresión de que la memoria -o su tratamiento- va a ocupar el lugar de lo que fue antes ese compromiso. Tengo también la sensación de que la relación entre la literatura latinoamericana y la historia, en los últimos veinte años, ha sido más intensa, frecuente y profunda que en ninguna otra época. ¿Estaría usted de acuerdo conmigo en esto?
-Sí. Y yo diría además que esta es una distinción de la literatura contemporánea. No solo en mi país, sino en varios países latinoamericanos.
Usted habla con mucho afecto de los escritores rusos del siglo XIX. Estoy tratando de imaginar un catálogo de lecturas en el que seguramente encontraríamos a un Dostoievski, un Gogol, un Turgueniev. ¿Podría usted revelar el secreto de su fascinación por los escritores de esta tradición?
-Añadiría a Tolstoi, entre otros. Son escritores universales que me remecieron desde niño. Yo los encontré en la biblioteca de mi padre, los leí de manera espontánea, sin ningún orden ni preconcepción. Después me di cuenta de que eran escritores que iban a despertar en mí el deseo de escribir, sobre todo Dostoievski y Gogol. Pero también, insisto, Tolstoi. Y ahora que soy un escritor profesional los releo libremente, casi como se revisa la biblia, un capítulo al azar. Y aunque conozco sus libros de memoria, siempre en esos encuentros me dicen algo nuevo, ya no desde un punto de vista humano sino desde la técnica de la escritura. Y me ocurre más con estos rusos que con los franceses, los ingleses o los norteamericanos. Aprendo mucho de ellos. ¿A qué atribuyo esto? Quizá a que estos escritores, como yo, han vivido en su país una etapa de conflicto muy intensa. Esa Rusia del XIX, por ejemplo, tiene en germen muchas de las contradicciones que afectan a Colombia y de ahí mi empatía literaria por ellos.
¿Es cierto que de joven reescribió Robinson Crusoe (1719) a su gusto?
-Sí, es cierto. Fue la primera novela que leí y la verdad es que quedé como encantado. Pero intenté hacer la historia a mi modo, de niño, así que creo que ese fue mi primer trabajo literario (risas). Descubrí tempranamente mi profesión y eso fue la felicidad. Desde niño escribí poesía y cuentos. Nunca participé en un taller literario, por decisión propia. De esos años, lo único tan o más importante que la escritura, como hasta hoy, es la lectura. Escribir puede llegar a ser un compromiso doloroso, a veces tedioso, pero la lectura nunca. Y yo he asumido como tarea estimular entre los jóvenes el amor por la lectura, especialmente en esta época, tan llena de Internet y de tecnología.
Evelio Rosero durante su visita a Lima, diciembre 2015.
¿Hay una experiencia decisiva por la cual decidiera convertirse en escritor o esto fue más bien una suerte de rayo espontáneo?
-Yo creo que el comienzo de todo fue la lectura, algo que me encandiló y me avasalló. Luego vendrían la fascinación y la conciencia de crear mundos a partir del lenguaje. Desde entonces me interesó el trabajo formal, cada palabra es un mundo y me considero un estilista, me preocupa mucho la forma en mis novelas. Por otro lado, en mi familia había un ambiente más o menos propicio, con hermanos mayores -soy el séptimo de nueve hijos- que eran aficionados a la lectura y a la poesía, aunque ellos al final eligieron carreras distintas, así que de alguna manera estaba destinado a ser yo el único escritor. Yo iba detrás de ellos mostrándoles mis cosas y no siempre me hacían caso (risas).
También escribía poesía. ¿La abandonó?
-Yo creo que los pocos poemas que publiqué en un libro titulado Las lunas de Chía (2004) son poemas de narrador, en prosa. De manera que no he hecho poesía estrictamente hablando ni me considero poeta en modo alguno. Soy un narrador nato, y sobre todo novelista, porque ya no escribo cuento, me dejó de interesar el género.
¿Cómo lo sorprende el boom latinoamericano?
-Fue un momento de admiración plena, total, como ocurrió también con muchos otros escritores de mi generación. García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Onetti, Rulfo. Los leíamos y los estudiábamos. Onetti, por ejemplo, está entre mis favoritos y no sé por qué no se le da la relevancia que debiera tener. Todos ellos fueron para mí muy significativos y sobre todo un estímulo, porque por primera vez la literatura latinoamericana era tenida en cuenta en el mundo, en el ámbito universal de las letras. Para mi generación el boom fue el gran estímulo que nos impulsó a escribir nuestra propia obra.
No hace mucho me decía Héctor Abad que el legado de García Márquez constituía el legado de un clásico. ¿Comparte usted esa idea?
-Pues sí. Ya estando en vida yo decía que García Márquez era el último clásico vivo del mundo. Y creo que Héctor estaba de acuerdo conmigo en eso. Por otro lado, creo que en este momento hay un movimiento narrativo muy interesante en Colombia, con muchos autores y obras destacables. Creo que eso se debe a que desde el arte y la literatura hay una respuesta del espíritu a la guerra y a la violencia, una respuesta a la barbarie.
Es cierto que en la narrativa colombiana actual hay una cantidad de autores y libros muy estimables…
-Así es. Y todos ellos, Abad, Gamboa, Vásquez, Ospina, entre otros, son escritores que en el mejor sentido de la palabra se han desligado de los cánones de la obra de García Márquez, es decir, han construido y siguen construyendo una obra personal, autónoma en cierta medida. Las generaciones que sucedieron inmediatamente a García Márquez, en cambio, estaban marcadas por la apabullante sombra de Cien años de soledad y de Macondo y del realismo mágico. Creo que en este momento hay una literatura colombiana más original, menos ligada a ese pasado.
Escribir puede llegar a ser un compromiso doloroso, a veces tedioso, pero la lectura nunca.
Sin embargo, Bolívar es un tema suyo en La carroza de Bolívar (2012), tema que atraviesa también muchas etapas de la literatura colombiana y venezolana, incluyendo a El general en su laberinto (1989) del propio García Márquez. Siempre me ha llamado la atención la forma en que se ha convertido Bolívar en un héroe de izquierda, porque eso de “revolución bolivariana” parece una contradicción en sí misma.
-Bolívar ha sido héroe de la izquierda y también de la derecha (risas). Eso es bastante paradójico. Mi novela está basada en la obra de José Rafael Sañudo, que es un historiador colombiano muy objetivo y muy veraz, quien se ha basado en testimonios de guerreros europeos que pelearon al lado de Bolívar y dieron su versión sobre él. Ellos comprueban, por ejemplo, la traición a Miranda; revelan que no fue él quien dirigió las victorias en varias batallas, sino sus lugartenientes: Sucre, Santander o Córdova. Hubo muchos héroes de verdad en la Independencia. Bolívar fue más bien la representación de la ambición de gloria y poder que han anhelado también muchos presidentes de Colombia y de América Latina, que lo tienen como ejemplo o modelo de un método consistente en pasar por encima del otro para hacerse del poder. Esto, dicho en una entrevista, puede parecer bastante superficial, pero a través de mi novela, si el lector se interesa un poco más, puede llegar al trabajo de Sañudo, que dice con verdades lo que fue Bolívar. Lo interesante para mí es haber recibido mensajes y noticias de historiadores argentinos y españoles, quienes luego de leer la novela investigaron el trabajo de Sañudo, que fue un historiador largos años marginado e ignorado, sobre todo por los miembros de la Sociedad Bolivariana, que no iba a permitir que este autor fuera conocido, como realmente merece.
Claro, su punto de vista resulta contra hegemónico…
-Así es.
La novela de García Márquez El general en su laberinto resulta conmovedora quizá por ser el retrato de un hombre agónico, de un hombre despojado ya de glorias. En su novela se ve más bien lo contrario: un ego descomunal y desmedido, un carácter claramente anti heroico.
-En La carroza de Bolívar hago alusión a la novela de García Márquez y me parece que estuvo mal informado o simplemente quiso elogiar al Simón Bolívar que aprendimos en la época del colegio. Es un trabajo de ficción muy bien hecho y muy bien escrito, como todo lo que solía hacer García Márquez, pero…
…faltó una condena.
-…quizá faltó la verdad. De muchas formas, García Márquez continúa con el mito de Bolívar.
El caso contrario parece ser La isla de Robinson (1981), de Uslar Pietri, donde aparece un Bolívar joven y acaso más creíble.
-Efectivamente.
La carroza de Bolívar, en cambio, tiene un propósito evidentemente desacralizador.
-Y ojalá lo haya logrado. Es una ficción, es cierto, pero cuando hablo de Bolívar, cuando la novela se ocupa de él, lo hace sobre la base del rigor histórico, tomando en cuenta hechos debidamente comprobados, veraces, provenientes de fuentes serias.
Bolívar ha sido héroe de la izquierda y también de la derecha. Eso es bastante paradójico.
¿Cómo es en general su relación con la crítica?
-Me gusta mucho la opinión personal, la opinión de mis amigos, de mis hermanos que leen lo que escribo. Pero te soy sincero, no leo todo lo que escriben sobre mí en los periódicos. En Colombia no hay buena crítica, hay comentaristas, que es distinto. No hay una crítica consolidada en mi país, entonces la ignoro. Y si la leo, ya sea en contra o a favor, no me afecta. Si me afectara, ya habría dejado de escribir. Antes de Los ejércitos yo era un escritor prácticamente inexistente, estaba rodeado de silencio y lo poco que salía en los medios colombianos era en contra de mi obra. Un libro como Los almuerzos, que salió en el año 2000, pasó completamente desapercibido. Luego salió en Tusquets y las traducciones a otras lenguas no tardaron. Qué paradoja, ¿no? Silencio en mi país, pero fuera era otra cosa. La crítica no determina nada y un escritor que dependa de ella, o se deje llevar por ella, pues no es un escritor.
El primer complacido tendría que ser uno mismo, antes que los demás.
-Pero si un amigo me dice: “Oye, Evelio, esta frase no me gusta tanto”, ahí sí que pongo todo el cuidado del mundo.
Después del boom hay una figura por cuya obra todo el mundo pasa: Roberto Bolaño. ¿Ha sido importante su obra para usted?
-Bueno, en mi caso diría que no. Yo leí Los detectives salvajes (1998) en Barcelona, hace muchos años. Me gustó la novela, pero no me quedó el deseo de seguir leyéndolo. No me convertí en un devoto, no se dieron las ganas de seguir buscando sus libros. Eso sí me ocurrió, por ejemplo, con Arguedas o con Onetti, pero no con Bolaño. No me llamó la atención más allá de la novela que ya mencioné.
Dijo Arguedas…
-Sí, a mí siempre me gustó mucho Arguedas. Los ríos profundos (1956), por ejemplo, me causó una gran impresión. Llegué a tenerlo entre mis escritores favoritos.
¿Qué escritores latinoamericanos en actividad son los que más le interesan en este momento?
-La verdad es que no estoy muy al tanto de la literatura latinoamericana más reciente. En mi país destaco la obra de Juan Pablo Montoya, reciente ganador del premio Rómulo Gallegos, y no lo digo por el premio, porque él ya tiene una obra amplia; Pedro Badrán Padaui es otro escritor colombiano que me interesa mucho. Yo soy más un relector, estoy tratando de reencontrarme con esa alegría juvenil, ese deslumbramiento. He vuelto al Quijote, por ejemplo. Lo he leído tres veces ya.
¿Su paso por Borges ha sido grato?
-Grato, sí, admiro mucho los poemas de Borges. Sus cuentos son también importantes y en algunos casos son obras maestras, pero fíjate que más me interesa Cortázar, no tanto por Rayuela (1963), sino por sus cuentos.
¿Ha escrito ensayos, colabora con periódicos?
-Me lo han propuesto, pero no. Lo que yo quiero es dedicar mi tiempo a escribir ficción. Me ofrecieron columnas en El País y El Espectador, pero me he negado. Escribí alguno que otro ensayo, pero como ya dije, quisiera consagrar mi energía a la ficción. Ahí sí me pongo disciplinado.
El autor de la entrevista con el escritor.
Las primeras señales del crepúsculo caen sobre Miraflores. Hemos descendido del salón VIP del hotel a la calle, porque Rosero tiene el deseo imperioso de encender un cigarrillo y hacerlo en el interior sería ciertamente una herejía. Conversamos con cierta prisa, mientras aspira y exhala el humo azul. Falta media hora para su presentación en la Feria Ricardo Palma. Me pide recomendaciones de autores peruanos. Le menciono tres o cuatro libros recientes de autores jóvenes que he leído y él apunta con diligencia y letra que, quiero adivinar, tiene algo de la melancolía de su dueño. Lo acompaño unos pasos, hasta la esquina de Schell y Alcanfores. Antes del apretón de manos de rigor me permito decirle:
Confieso que vine a esta cita con cierta aprensión.
-¿Por qué?
Porque había leído que a usted no le gustaban mucho las entrevistas.
-Pues me ponen a sudar, pero ahí vamos (risas).
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