MES PATRIO. El Perú cumple 199 años de Independencia en medio de una sombría celebración por los miles de muertos en la pandemia.
Cada 28 de julio la prensa acude a los historiadores para que ofrezcan una perspectiva histórica del momento conmemorativo, casi como un rito, o como una tarea que les toca hacer. Los diarios se visten de banderas, de figuritas de héroes, de anécdotas, los locutores de los noticieros lucen patrióticas escarapelas, izamos la bandera. Ojalá, me digo, que esas banderitas de ocasión sirvan al menos para poner algo de comida en algunas mesas, necesidad apremiante para tantos en esta pandemia.
La ritualización colectiva da sentido e identidad a una colectividad. Como lo estudian la antropología y la sociología, las sociedades se cohesionan con ritos. Pero la ritualización irreflexiva de la nación puede llevar a que estos sentidos se pierdan. O, peor, que se olviden y distorsionen los propios hechos que son materia de conmemoración, y que se instalen otros que nada tienen que ver con aquellos.
En el caso de nuestra independencia, el hecho más olvidado es también el más importante: que fue una revolución. Así la experimentaron y la llamaron quienes vivieron el momento, y hasta años después. Así llaman otros países del continente a sus procesos de independencia, desde Estados Unidos hasta Argentina. ¿Por qué nosotros no? Las revoluciones subvierten ideas y conceptos, rebautizan lugares, cuentan el tiempo nuevo en calendarios revolucionarios. Así lo hicieron los revolucionarios del Cuzco en 1814, una de las revoluciones más olvidadas de nuestro proceso de independencia.
La ritualización irreflexiva de la Nación puede llevar a que el sentido de identidad y colectividad se pierdan.
Ellos proclamaron 1814 como “el año primero de la libertad”, y así lo siguieron llamando, veinte años después, los campesinos del distrito de San Miguel, en Ayacucho, que pedían exoneración tributaria en medio de la guerra civil que devastó sus campos en 1834, diciendo que habían dado su sangre por la patria “desde el año 14”. En Lima, el 15 de julio de 1821, después de la firma de la declaración de la independencia por el cabildo, “botaron el busto y armas del rey a la plaza, que la multitud destrozó a patadas”, como cita el historiador Pablo Ortemberg de una fuente de la época. Años antes, en 1813, y como reacción a un decreto de las Cortes de Cádiz que abolía el Tribunal de Inquisición, una multitud saqueó dicho local en Lima, y se dedicaron sátiras, y un “epitafio” a ese centro de torturas oficial del Estado español.
Con los años, los actos irreverentes dieron paso a ceremonias acartonadas, misas solemnes, y un desfile militar que poco tiene que ver con el ejército que consiguió la independencia. Lima, rebautizada como “La Ciudad de los libres” volvió a ser llamada “la ciudad de los reyes”. “El Pueblo de los libres” revirtió a su antiguo nombre, Magdalena. La Plaza Independencia volvió a ser la Plaza de Armas.
Si alguna responsabilidad cívica tenemos los historiadores, es una tarea de memoria de cara al presente.
Pero el ritual cívico más olvidado ha sido la propia jura de la independencia. Esta tuvo lugar en Lima el 29 de julio de 1821, al día siguiente de la proclama de San Martín, y luego en muchas otras ciudades y pueblos. San Martín sabía que sin la jura su proclama de independencia no podía tener legitimidad, porque ella se hacía “en nombre de la voluntad de los pueblos”; por la jura, el pueblo se comprometía activamente a defender la independencia. Como lo dice la Gaceta del Gobierno de Lima Independiente de aquel año: “cada individuo de las corporaciones, así eclesiásticas como civiles” se comprometía a “sostener y defender con su opinión, persona y propiedades, la INDEPENDENCIA DEL PERU del gobierno español y de qualquiera otra dominación extrangera”. [Mayúsculas y ortografía del documento original].
Tal vez defender la independencia del Perú de la dominación extranjera suene muy radical para estos tiempos. Pero igualmente radical fue el nuevo lenguaje político republicano que se inauguró con la revolución de la independencia, y que incluía ideas tan nuevas como la igualdad ante la ley, un derecho consagrado en nuestras primeras constituciones republicanas, desde 1823. Estas ideas ocasionaron, y siguen ocasionando, resistencias.. Pero, si alguna responsabilidad cívica tenemos los historiadores hoy, es una tarea de memoria de cara al presente.