JUSTICIA FISCAL. Los gobernantes de países ricos mantienen una retórica de solidaridad, pero contribuyen a la negación de los derechos básicos de la población.
Se ha escrito mucho sobre el mundo post-Covid-19, el que resurgiría de las cenizas tras la pandemia, y que esperábamos que fuera menos materialista, más sostenible, más solidario y feminista. Al parecer, una nueva oleada de infecciones y la aparición de nuevas variantes continúan alejando este futuro sin virus para la mayoría. Y este 10 de diciembre, cuando el mundo conmemora el “Día Internacional de los Derechos Humanos”, está claro que la hipocresía y el cinismo siguen estando a la orden del día, sobre todo por parte de los países ricos, cuyos gobernantes mantienen una retórica de solidaridad, pero al mismo tiempo contribuyen con sus acciones a la negación de los derechos básicos a la mayoría de la población.
Esto es evidente en la gestión de la pandemia. A pesar de sus promesas, la mayoría de los países ricos monopolizaron y acapararon las vacunas. Ahora, hacen oídos sordos a los llamados de más de un centenar de países emergentes, encabezados por Sudáfrica e India, que piden el levantamiento de las patentes de las vacunas y los tratamientos contra el virus. Por supuesto, los derechos de propiedad intelectual no son la única razón por la que apenas el 7% de la población de África está totalmente vacunada, pero son un obstáculo importante. Este egoísmo frente al acceso a las vacunas no solo es moralmente indignante, sino que es además contraproducente para los propios países ricos. Dejar que la Covid-19 corra desenfrenada en los países en desarrollo es un acto colectivo de autolesión social y económica que devasta a todos.
Otra imagen lamentable a finales de 2021 es el creciente número de tragedias de migrantes a las puertas de Polonia, en el Mediterráneo, en el Canal de la Mancha o en la frontera entre México y Estados Unidos. En este caso también los dirigentes de los países ricos parecen olvidar que, si bien la recuperación económica está en marcha en sus propios países, aún está lejos de llegar al mundo en desarrollo. La pandemia ha generado una crisis económica que se ha traducido en una explosión del hambre y del desempleo forzando a cientos de miles de personas a un exilio forzoso en busca de una vida digna. Se calcula que 97 millones de personas más viven con menos de 1,90 dólares al día, y otros 163 millones viven con menos de 5,50 dólares al día desde el inicio de la pandemia. A nivel mundial, se han perdido entre tres y cuatro años de progreso hacia la erradicación de la pobreza extrema.
La mayoría de los países ricos hacen oídos sordos a más de un centenar de países que piden el levantamiento de las patentes de las vacunas.
Lejos de los titulares, otra noticia reciente que pone de manifiesto el doble lenguaje de las grandes potencias es la reforma tributaria hacia las multinacionales. Luego de dos años de negociaciones, a principios de octubre de 2021, se adoptó un acuerdo cuyo objetivo era acabar con la devastadora competencia entre estados en materia de impuestos de sociedades que provoca una hemorragia de recursos a costa de la financiación de derechos como el agua, la salud, la educación, o la seguridad social. Cada año se pierden al menos 483.000 millones de dólares en ingresos por el abuso fiscal de las multinacionales y de los particulares ultra-ricos, cuya fortuna se ha incrementado durante la pandemia. Esto sería suficiente para cubrir más de tres veces el coste de un régimen completo de vacunas Covid-19 para toda la población mundial.
Esta reforma en la fiscalidad internacional era una oportunidad única para lograr los fondos necesarios para invertir en el disfrute de derechos. Sin embargo, las negociaciones realizadas al amparo de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), hicieron caso omiso del llamado de los países en desarrollo y significaron un avance mínimo que no traerá el cambio esperado. Se optó por la introducción de un impuesto global sobre los beneficios de las empresas de solo el 15%o. Esto solo generará 150.000 millones de dólares de ingresos fiscales adicionales que, además, irán a parar principalmente a los países ricos. Se podrían haber recaudado 250.000 millones de dólares adicionales con un tipo del 21%, por ejemplo, e incluso 500.000 millones de dólares con un tipo del 25%, como propugna la ICRICT, la Comisión Independiente sobre la Reforma de la Fiscalidad Internacional de las Empresas, de la que soy miembro, junto con figuras como Joseph Stiglitz, Thomas Piketty, Jayati Ghosh y José Antonio Ocampo.
Cada año se pierden al menos 483.000 millones de dólares en ingresos por el abuso fiscal de las multinacionales.
Una vez más, los gobernantes de los países ricos pretenden estar preocupados por el alcance de la evasión y elusión fiscal, pero se rinden a los intereses de las multinacionales y de los paraísos fiscales. Recordemos que la mayoría de los paraísos fiscales no son pequeñas islas bordeadas de palmeras: los países de la OCDE son responsables del 78% de las pérdidas fiscales anuales en todo el mundo para las multinacionales y los más ricos.
Seguir tolerando la evasión y elusión fiscal de los más ricos y de las multinacionales, y privar a los países del Sur Global de recursos adicionales, es un ataque en toda regla a los derechos humanos. Avanzar en sociedades más solidarias requiere invertir en los sistemas sanitarios para que puedan proporcionar servicios de calidad a toda la población y donde el personal de salud -que tan heroicamente ha luchado contra el virus- tenga los recursos para seguir salvando vidas. Sin mayores recursos tampoco será posible asegurar el futuro a todas las niñas, niños y adolescentes que estuvieron sin escolarizar durante la pandemia: el 99% de los alumnos de América Latina, por ejemplo, no tuvieron acceso a sus escuelas durante por lo menos un año académico, y se calcula que 3,1 millones de ellos se quedará sin escolarizar para siempre.
Sin fondos adicionales, tampoco es posible financiar los servicios públicos de acceso al agua o al saneamiento, o a las guarderías y asilos, lo que sigue aumentando la carga de trabajo de las mujeres, que son las primeras víctimas de la pandemia. Por último, es imposible hacer frente a la emergencia climática, cuando los gobiernos se quedan cortos en las ayudas a los países en desarrollo a pesar del aumento de las catástrofes naturales que está afectando a los más desventajados.
Es doloroso que los gobernantes de los países ricos una vez más no hayan logrado alcanzar la magnitud de las crisis que vivimos. Sin embargo, un mundo mejor es posible y debemos sacar fuerza del creciente movimiento de personas en todo el mundo que desafían los gobiernos para que logren que las multinacionales y los súper ricos contribuyan con lo que corresponde. Cada país puede, si lo desea, adoptar unilateralmente un tipo impositivo mucho más ambicioso para las multinacionales, empezando por los europeos. Esto empujará a más países a hacer lo mismo. La justicia fiscal no es una batalla técnica, es una herramienta crucial para el avance de los derechos humanos.