¿Y LA CALIDAD? La cifra de estudiantes universitarios en Perú se incrementó, pero lo hizo en un sistema sin control sobre su calidad.
Yo soy un hijo de la universidad pública, expresó con orgullo Alberto Fernández, poco después de ser elegido presidente de la República Argentina. El auditorio al cual se dirigió se hallaba en un anfiteatro de la célebre Universidad Nacional Autónoma de México, la UNAM, a más de 7.000 kilómetros de su país.
Eran los primeros días de noviembre de 2019, cuando el electo presidente argentino y profesor de la Universidad de Buenos Aires, la UBA, pública y célebre como la UNAM, apeló a la historia para recordarle a su auditorio que, gracias a la reforma de Córdova de 1918, se edificó un modelo de universidad que “disfruta de plena autonomía en su gobierno, donde se garantiza la libertad de cátedra, se educa y se debate”.
Luego, para inflamar aún más el entusiasmo del auditorio, hizo alusión a la reforma promovida durante el peronismo en la década de 1940, que declaró la gratuidad de la universidad pública argentina, una decisión que permitió que los hijos de clases trabajadoras “se convirtieran en doctores”. La ráfaga de aplausos fue incontenible.
Los ideales de la libertad académica, el espíritu crítico y el acceso democrático a las universidades, se deslizaron con facilidad y sin reparos en la retórica efectiva de un político cuajado como Fernández, porque, aunque la historia siempre es mil veces más compleja que un discurso de platea, tenía en esta ocasión un sólido asidero en el presente: la reconocida calidad académica y científica de estas dos instituciones.
La relación entre el Estado y la universidad pública quedó marcada por el forzado compromiso presupuestal.
Tanto la UBA como UNAM, de acuerdo a los ránquines elaborados en la última década, se encuentran en la cúspide de las universidades de América Latina y se ubican entre las cien mejores del mundo. A estas dos se suman otras como la Universidad de Sao Paulo, la Universidad Nacional de Colombia y la Universidad de Chile.
La reputación de todas estas instituciones públicas no descansa únicamente en el trascendente papel que han cumplido en el desarrollo de sus naciones, sino también en una serie de indicadores de excelencia más precisos, como el nivel de formación de sus profesores e investigadores, o la voluminosa producción científica que cada año arrojan en distintas ramas del saber, gran parte de ellas difundidas en sus propias revistas.
Por contraste, en Perú, ninguna de las universidades públicas logró el mismo despegue que sus pares latinoamericanas mejor ubicadas. Los indicadores académicos y científicos de San Marcos, la más antigua e importante de estas, no se acercan ni por asomo a los de la UBA o la UNAM.
Sus cifras también lucen raquíticas frente, por ejemplo, al número de estudiantes matriculados: la UBA ha superado los 300.000, y la UNAM ya bordea los 370.000, diez veces más que el alumnado sanmarquino, que por cierto tiene las cifras de la matrícula de pregrado congeladas desde hace cuatro décadas.
Esto tiene un correlato en el número de docentes: 28.000 en la UBA, 41.000 en la UNAM, y solo 3.300 en San Marcos.
De otro lado, el presupuesto asignado por el tesoro público es una muestra de la insignificancia que le conceden las élites en el poder a la antigua Decana de América, si lo comparamos con los fondos que les asignan el Estado argentino y el Estado mexicano a sus buques insignia de la educación universitaria: la UNAM recibió más de 2.000 millones de dólares en el presupuesto del año 2021; la UBA, alrededor de 800 millones; San Marcos, solo 150 millones.
Estas cifras denotan, para el caso peruano, el frágil vínculo de la universidad pública con las élites que controlan el Estado.
A diferencia de la UBA y la UNAM, al menos desde la década de 1970, luego del fracaso de la reforma diseñada por la dictadura militar y la extrema politización de los actores universitarios, San Marcos perdió relevancia en el diseño e implementación de las políticas de desarrollo, y en pocos años pasó a jugar un papel de segunda fila.
Basta constatar que los cuadros de la alta burocracia peruana, incluidos los del sector educación, desde entonces se han reclutado cada vez en menor número en las universidades públicas.
En tanto, el espacio perdido ha sido cubierto por las universidades privadas, en su mayor parte de primera generación, con las cuales los actores estatales tejieron vínculos de colaboración más consistentes.
Esto explica por qué los sectores más privilegiados prefieren educar a sus hijos en estas últimas, una postura que se profundizó aún más por la sombra de la guerra desatada por Sendero Luminoso y el MRTA en la década de 1980, que también cubrió los linderos de la universidad pública, y le dejó como herencia un terrible e injusto estigma que aún persiste.
Así, a lo largo de varias décadas, la relación entre el Estado y la universidad pública quedó marcada ante todo por el forzado compromiso presupuestal, siempre insuficiente, y una soterrada política policiaca construida sobre el manto del miedo y la desconfianza.
Primó, como en el far west americano, el lucro empresarial a costa de todo.
Aquella tensión fue, en parte, el abono que transformó por completo el panorama de la educación universitaria desde la década de 1990, cuando las reformas estructurales que se aplicaron a favor del libre mercado se materializaron en una delirante irrupción de la iniciativa privada en el rubro de la educación universitaria, en una magnitud que terminó apabullando a la universidad pública.
Bajo la égida del mercado, en solo dos décadas el número de universidades privadas se multiplicó por cinco y las universidades públicas pasaron a representar apenas un tercio de alrededor de 150 instituciones. La cifra de estudiantes universitarios se incrementó, pero lo hizo en un sistema sin control ni vigilancia sobre la calidad de la enseñanza.
Un sistema, además, que se expandió sin un norte claro y sin un compromiso real sobre su aporte al desarrollo del país y su responsabilidad sobre el futuro de sus egresados.
Primó, por lo general, entre los dueños y promotores de las universidades privadas, como en el far west americano, el éxito del lucro empresarial a costa de todo; y, entre las viejas camarillas de muchas universidades públicas, la obsecuente práctica de la disputa descarnada por el control del gobierno universitario, como premio consuelo ante su incapacidad para sobreponerse al maltrato y abandono estatal, y a la pérdida de prestigio, calidad y recursos.
Como una respuesta a esa realidad, desde comienzos de siglo se impulsó una reforma que hasta cierto punto se materializó en la ley universitaria promulgada el año 2014. Esta marcó el retorno del Estado al centro de la definición de las políticas de la educación universitaria, de la cual se había apartado desde la década de 1970.
No obstante, la reforma que subyace a la nueva ley y busca mejorar la calidad de las universidades no pretende quebrantar el marco del libre mercado y la hegemonía de la iniciativa privada en la dotación del servicio, propiciado por el cambio constitucional de 1993 y el decreto legislativo 882 de 1996, que estableció el lucro como incentivo adicional para los empresarios de la educación.
Ni la ley ni las reformas fueron concebidas para fortalecer el sentido público de la educación universitaria.
Por lo tanto, en ese escenario, ni la ley ni las reformas que se sostienen en ella fueron concebidas para recuperar y fortalecer el sentido público de la educación universitaria. Más bien, el protagonismo estatal se concentró en las tareas de regulación del conjunto de universidades, para de este modo asegurar una competencia sobre parámetros de calidad más altos, pero también más homogéneos, entre los ofertantes del servicio de educación universitaria. Una competencia por el mercado que ha incluido a las universidades públicas.
En otro artículo anotaba que, en resumidas cuentas, la lógica del aseguramiento de la calidad de la educación universitaria eleva el estándar de los competidores y, en tal sentido, se espera que las bondades de este modelo de mercado regulado beneficien en primer término a los estudiantes.
Para ser más precisos, a los jóvenes que logran convertirse en estudiantes, permanecer en el sistema universitario y finalmente graduarse. Una lógica que ha sido criticada por los detractores más serios de la ley de 2014, entre ellos gremios estudiantiles y docentes, sin incurrir por ello en la trama del boicot.
También señalaba que las dudas sobre el impacto de la reforma en la universidad pública son legítimas, pues, entre otras cosas, el presupuesto de estas se incrementó mucho más en los ocho años anteriores a la ley de 2014 que en los ocho años que esta lleva implementándose. Además, el incremento de la matrícula en ellas ha sido poco significativo en comparación con sus pares privadas. Más aún, las reformas han evadido las prácticas nocivas que envuelven las disputas por el control de sus órganos de gobierno.
Como es sabido, el aspecto más significativo de esta reforma ha sido el proceso de licenciamiento conducido por la Superintendencia Nacional de Educación Universitaria (SUNEDU), un organismo creado por la ley de 2014.
La historia conocida por todos es que, al finalizar el proceso el año 2020, cuarenta y nueve universidades -un tercio de las que existían en el país- no lograron licenciarse y, por lo tanto, quedaron impedidas de matricular a nuevos estudiantes y conceder títulos y grados a nombre de la nación.
De este modo, la experiencia peruana de regulación de la calidad de la educación universitaria se constituyó en la más exigente y extensa de América Latina.
Esto afectó los intereses de dueños de universidades privadas, algunos de ellos promotores y fundadores de partidos políticos, a través de los cuales adquirieron una cuota de poder en el espacio congresal, desde donde han intentado frenar la reforma.
Pero los empresarios no fueron los únicos. En varias regiones del país, miles de estudiantes afectados por la incertidumbre que se originó luego de que a sus universidades se les denegó el licenciamiento, manifestaron su descontento con la SUNEDU. Una situación que fue aprovechada en las elecciones congresales de 2020 y en las elecciones generales de 2021.
En el último año, bajo la retórica de la autonomía universitaria, algunas autoridades de universidades públicas, entre ellas la rectora de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, se sumaron al grupo de detractores de la reforma.
En mayo de 2022, en nombre de esa mentada autonomía, un numeroso grupo de congresistas de distintas bancadas aprobó una norma que socava el papel del Ministerio de Educación como ente rector de las políticas de educación universitaria, dinamita los avances logrados por el proceso de licenciamiento y modifica la composición del consejo directivo de la Sunedu que condujo ese proceso, para incluir representantes de las universidades públicas y privadas, retornando así a un modelo que saboteó toda voluntad de regulación desde dentro.
La cifra de estudiantes universitarios se incrementó, pero lo hizo en un sistema sin control sobre su calidad.
Y sin embargo, nada de esto es nuevo. Por ejemplo, durante mucho tiempo, desde espacios como la desaparecida Asamblea Nacional de Rectores (1983 - 2014), autoridades de universidades públicas y privadas utilizaron la retórica de la autonomía universitaria y las entronizadas reglas del libre mercado como corazas contra cualquier intento de transformar prácticas nocivas que beneficiaban sobre todo a los dueños de universidades privadas y también a los círculos de poder que controlaban las universidades públicas.
La retórica de la calidad de esta última ola de reformas, aunque más legítima, puede convertirse también en un corsé, si, como pareciera ser, se deja fuera de ella una agenda más consistente para trasformar la universidad pública, fortalecerla junto con el sentido público de la educación superior, para que la calidad no continúe reñida con la equidad.
En ese horizonte, como en otros, por ahora, el Perú sigue a la zaga en la región.