ALERTA. El abogado Vito Verna recuerda el rol en el Estado peruano que tiene la Defensoría del Pueblo, a raíz de la reciente designación de Josué Gutiérrez como nuevo titular de esta institución.
Hace poco alguien me contó esta situación que presenció en un país de América Latina. Un flamante presidente electo, al recibir el saludo protocolar del Defensor del Pueblo de su país, le dijo: “señor defensor usted se acaba de quedar sin trabajo”, “¿por qué?”, replicó el defensor, “porque yo seré, a partir de ahora, quien defienda al pueblo”, contestó el presidente.
Este diálogo entre el presidente de un país andino y el defensor del pueblo grafica muy bien la confusión reduccionista que existe en un sector de la clase política de muchos países de la región sobre la función que cumplen las defensorías del pueblo.
La Defensoría del Pueblo (DP) es una institución centenaria, cuyos orígenes se remontan a la Suecia del siglo XIV. En Perú se crea en 1993 y en 1996 se eligé al primer defensor. Hoy la Defensoría de Perú, tiene como mandato constitucional controlar el ejercicio del poder público, pero no lo hace como el Poder Judicial, el Tribunal Constitucional o el Ministerio Público, sino este control lo realiza de manera diferente.
La Defensoría del Pueblo en Perú ejerce un control de una forma singular: ejerce su mandato desde una legitimidad, no otorgada a priori, sino construida por ella misma. Y esta legitimidad, se basa, no en el voto ciudadano o en la ley. La legitimidad de la defensoría se apoya en la sabiduría que debe imprimirle a su narrativa y en la nobleza que debe guiar su actuación.
La relevancia de esta institución pública en la vida social y política de nuestro país, no reposa en la fuerza de la ley, la Defensoría carece completamente de coerción, es una entidad que solo recomienda, exhorta, también reclama y alza la voz, pero no puede imponer su posición. Esta característica es la que moldea su actuación y en la que radica su mayor fortaleza y, al mismo tiempo, también es su más grande debilidad.
Con las defensorías solo caben dos opciones: son respetadas en su autonomía y misión institucional; o son apagadas.
¿Es posible que el funcionario público despliegue su indiferencia respecto a la Defensoría del Pueblo? Claro que sí, pero no es aconsejable para él hacerlo, sobre todo cuando se trata de un referente institucional para el Perú y Latinoamérica, no cuando es una institución con legitimidad real, no cuando es reconocida por el aparato estatal peruano como un colaborador entendido y prudente, que ejerce la crítica desde la buena fe y el respeto.
Por ello, es menester de la defensoría proteger diariamente su legitimidad, como un fuego eterno que debe ser cuidado y alimentado, para poder seguir siendo relevante (eficaz) para el ciudadano.
Por esta razón, la clase política peruana no debería ignorar que la defensoría no puede ser copada políticamente. Con las defensorías solo caben dos opciones, o son respetadas en su autonomía y misión institucional, para que puedan conservar su legitimidad o son, simplemente, apagadas. Una Defensoría ideologizada no sirve a nadie –ni al poderoso ni al vulnerable– es solo un estadio fugaz que precede a la irrelevancia institucional y la transforma en un objeto decorativo, de un aparente sistema democrático.
Nota de redacción:
El proceso de elección del actual defensor del pueblo —reiniciado en tres oportunidades— llegó a ser suspendido por el Poder Judicial ante una acción de amparo presentada por el Sindicato de Trabajadores de la Defensoría, que cuestionó la falta de transparencia. Entre las principales deficiencias, advertidas por el Poder Judicial, figuró la ausencia de un reglamento especial, tal como lo fijan las normas del mismo Congreso. Ahí debía establecerse el perfil del defensor y las reglas a seguir en un proceso basado en la meritocracia y la participación ciudadana. Sin embargo, la elección siguió adelante tras la emisión de un fallo del Tribunal Constitucional (TC), que el 23 de febrero resolvió una demanda competencial a favor del Congreso.