Pueblo desmemoriado condenado a su miseria (…)
Te crean la nueva historia aconsejando que no lean.
Comité Pokofló, “Morir como Túpac”
Hace unas semanas el gobierno de Estados Unidos emitió un decreto ejecutivo declarando a Venezuela una “amenaza inusual y extraordinaria para su seguridad nacional”. Al margen de la opinión que se pueda tener sobre el régimen de Venezuela, esta declaración es sorprendente porque se da en el preciso momento en que dicho país atraviesa una crisis política y económica de proporciones, y contrasta además con el “descongelamiento” de las relaciones de Estados Unidos con Cuba, que anunciaba el fin de una prolongada guerra fría. No en vano, la declaratoria de Obama sobre Venezuela fue ampliamente comentada internacionalmente y en EE.UU. No así en el Perú.
A propósito, circuló en las redes el video de una conferencia de prensa ofrecida por la representante del Departamento de Estado de Estados Unidos, Jen Psaki que vale la pena comentar. Respondiendo a una periodista, la señora Psaki afirmó: “Como parte de una política de larga data los Estados Unidos no apoyan transiciones políticas por medios que no son constitucionales. Las transiciones políticas deben ser democráticas, constitucionales, pacíficas y legales”. Ante lo cual otro periodista replicó, visiblemente sorprendido: “Espere, ha dicho usted que Estados Unidos tiene una política de larga data de qué…? ¿de qué tan larga data? Especialmente en América Latina (…) no es de muy larga data”. La representante del Departamento de Estado replicó algo nerviosa: “Bueno, mi punto aquí, Matt, sin entrar en la historia, es que nosotros no apoyamos, no participamos…”. De este modo, la vocera confinaba al rincón de lo no enunciable la historia que ella misma acababa de invocar, proporcionando un ejemplo elocuente y didáctico de historicidio.
No es el lugar para hablar de la profusa historia de intervenciones ilegales de Estados Unidos en América Latina –abiertas y militares, o secretas– a lo largo del siglo XX. Los golpes de Estado orquestados por la CIA en Guatemala en 1954 y en Chile en 1973, que derrocaron a los gobiernos democráticamente elegidos de Jacobo Arbenz y Salvador Allende para instalar dictaduras militares favorables a EE.UU., con la complicidad de los sectores más conservadores de dichos países, son solo dos ejemplos emblemáticos ampliamente estudiados. Cualquier alumno de bachillerato en EE.UU. que haya aprobado un curso básico de historia de América Latina contemporánea lo sabe y no es concebible que una funcionaria de la Casa Blanca lo ignorara. Tal vez por eso Jen Pskai respondía a la periodista leyendo de un papel, con un guión preestablecido. Invocaba a la historia, pero ¡había que cuidarse de no hablar de historia!
¿Por qué esta tensión? Probablemente porque, como ha sugerido Benedict Anderson, el pasado –tanto mejor cuanto más remoto– suele dar prestigio y legitimidad a la nación. Pero invocar la historia y hablar de historia son cosas muy distintas, como lo demuestra el ejemplo de la citada conferencia de prensa. Porque hablar de historia obligaba a la representante del Departamento Estado a enfrentarse a una verdad histórica incómoda para el mito nacional que concibe a EE.UU. como paradigma de democracia y el país predestinado a propalarla en el mundo. En otras palabras, el historicidio era necesario para garantizar el mito.
Pero el historicidio no es, ni mucho menos, una actitud exclusiva de la política exterior de Estados Unidos. Si he traído a colación la anécdota de Pskai y la declaratoria de Obama sobre Venezuela es porque creo que merecían un comentario que no les dieron los medios de Lima, tan dados a hacer eco de lo que diga el premio Nobel peruano al respecto (incluso sus silencios). También las he mencionado porque creo que constituyen una excelente antesala para introducir el tema del historicidio en el Perú. Quisiera argumentar que el historicidio es un fenómeno que se instala en el Perú de los noventa y se perfecciona en los tres lustros siguientes, como uno de tantos legados de la era fujimorista con los que convivimos. Entiendo el historicidio no solo como una actitud negadora de la historia en tanto hechos del pasado, sino como la subvaloración de la historia en tanto disciplina clave en la formación de ciudadanía y un sentido de pertenencia colectivo. El historicidio se manifiesta así explícitamente en políticas públicas y educativas que promueven, por ejemplo, la reducción de cursos de historia en el currículo escolar e incentivan carreras “prácticas” y supuestamente rentables que tienen como aliciente la ganancia individual, acordes con una tendencia a ensalzar la “ciudadanía económica”, el consumo y el “emprendedurismo” como la únicas formas deseables y permisibles de ciudadanía.
Esta visión economicocéntrica y despolitizada de ciudadanía presupone una noción deshistorizada de nación. La identidad del país no pasa hoy por la historia sino por cómo ésta se puede vender. El pasado adquiere un valor de mercado, de allí la importancia del turismo. Los incas no dan identidad, “dan rentas”, como lo señalara el propio presidente Humala a poco de iniciar su gobierno y como tan elocuentemente lo expresaba el título de un seminario organizado por la antropóloga Gisela Cánepa en la Universidad Católica: “Buscando un Inc.”. El país es una marca. Los nuevos “valores nacionales” son los valores de mercado.
Discrepo del politólogo Alberto Vergara cuando dice que la “promesa neoliberal” de la ciudadanía se ha cumplido y que lo que falta es cumplir con la promesa política del republicanismo.
Creo que es importante preguntarse cómo el concepto de ciudadanía ha llegado a ser despojado del contenido político que le es intrínseco. Desde los inicios de la república, la noción de “ciudadano” (porque no se concebía la de “ciudadana”) remitía a un equilibrio de derechos y deberes entre los ciudadanos y el Estado. El reducir la condición ciudadana a una cuestión de poder adquisitivo y “emprendimiento individual”, como es la tendencia actual, supone disociar al Estado del horizonte semántico de “ciudadanía”, y por ende, de cualquier referencia a los derechos ciudadanos y deberes del Estado. Tal vez lo que la politóloga Carmen Ilizarbe ha llamado “des-ciudadanización” deba entenderse en este marco de despolitización del concepto de ciudadanía. Ella se preguntaba, a propósito de la denominada “Ley Pulpín” –que pretendía recortar los derechos laborales a los jóvenes de 18 a 23 años, como el último ejemplo de “des-ciudadanización”–, adónde habíamos confinado la idea, bastante liberal, por cierto, y garantizada por la constitución, de que los derechos adquiridos son inalienables y no “sobrecostos” para la empresa, como se afirma hoy. Creo que no hay sino una respuesta posible: a la historia. Por eso quisiera proponer que la despolitización del concepto de ciudadanía procede de su deshistorización.
El vaciamiento del contenido político de “ciudadano”, en otras palabras, es consecuencia del despojo de su dimensión histórica. El ciudadano o ciudadana “ideal” de hoy existe en el presente perpetuo de los shopping malls y en un futuro pautado por los acreedores de su tarjeta de crédito. Discrepo por ello del politólogo Alberto Vergara cuando dice que la “promesa neoliberal” de la ciudadanía se ha cumplido y que lo que falta es cumplir con la promesa política del republicanismo. ¿Cuál era esa “promesa neoliberal”? ¿Quién la hizo? ¿Era la de “El otro Sendero” de Hernando De Soto, como sugiere Vergara? ¿El “mito del progreso” de Carlos Iván Degregori? Durante los ochenta e inicios de los noventa, tanto De Soto como parte de las ciencias sociales convergieron en su entusiasmo por el “emprendedurismo popular”. Se enfatizaban los aspectos positivos de la migración del campo a la ciudad, en la que las ciencias sociales vieron una expresión de la lucha por la ciudadanía. Este entusiasmo era comprensible en un país asolado por la guerra interna y la recesión económica. Pero andando los años, se ha seguido hablando de lo mismo en medio de una realidad muy distinta.
Cuando De Soto fue asesor de Fujimori, el llamado “capitalismo popular”, su “otro Sendero”, consistía en el sueño del “negocio propio”, que fuera tan instrumental a los despidos masivos de trabajadores del Estado y a otras medidas neoliberales como la “desregulación” del transporte. Pero lo que terminamos teniendo veinte años después, más allá de algunos “nuevos ricos” y mafias de transportistas, es una economía dominada por corporaciones transnacionales donde los hijos de muchos migrantes ganan sueldos indignos de “un Perú que avanza”, y “regímenes laborales especiales” que apenas disfrazan situaciones de explotación. Decir que puede haber “Ciudadanos sin república” como propone Vergara (en polémica con la “República sin Ciudadanos”, de Alberto Flores Galindo) es, creo, una contradicción de términos, porque la república es precisamente el marco jurídico, institucional y político que define la ciudadanía.
El historicidio no se instala en el Perú sin ironías. Al mismo tiempo que se ponen en marcha las reformas neoliberales del fujimorato.
Pero el historicidio no se instala en el Perú sin ironías. Al mismo tiempo que se ponen en marcha las reformas neoliberales del fujimorato, el BCR imprime, en acto inédito, billetes de cien y veinte nuevos soles con los rostros de dos célebres historiadores peruanos. Así, de manera similar a Jen Psaki, el Estado Peruano invocaba la historia de una manera figurada, no precisamente por un deseo de hablar de ella. El grupo rapero Comité Pokofló condensó bien esta idea en los términos citados en nuestro epígrafe: una historia sin lectura. O “una historia sin historia”, parafraseando la fórmula de Juan Carlos Estenssoro para otro contexto.
La tendencia a despolitizar la ciudadanía y deshistoriar la nación no es, por supuesto, exclusiva del Perú. Hace poco, en un encendido discurso, Pablo Iglesias, líder del partido opositor Podemos, de España, denunciaba que “el país no es una marca”. En EE.UU., donde vivo, el número de alumnos que declaran Historia como su especialidad en el bachillerato se viene reduciendo en proporciones geométricas como parte de una crisis generalizada de las Humanidades, mientras en Francia una institución emblemática de la disciplina acaba de ser cerrada. El historicidio es, pues, una tendencia global concomitante con la hegemonía del neoliberalismo, pero en el Perú se potencia al confluir con la herencia del terrorismo de Sendero Luminoso, que es igualmente historicida. Si a Fujimori no se le oyó discursos con referencias a la historia del Perú, Abimael Guzmán tampoco se conectó con la historia peruana, no obstante la invocación, en el nombre de su partido, al “sendero luminoso de José Carlos Mariátegui”. De la historia peruana nada se podía rescatar. La consigna era “demoler y arrasar”, como quedó claro en un plenario de SL donde Guzmán proclamaba: “nosotros somos los iniciadores”, mientras llamaba a la lucha armada. La historia empezaría con ellos.
Hoy los defensores de Sendero, agrupados en el MOVADEF, promueven “pasar la página”, mientras el fujimorismo declara amnesia en relación a todo lo que no le conviene que se recuerde y, ahora sí, habla de los derechos humanos que olvidó cuando era gobierno, aunque por cierto muy selectivamente. Por su parte, el ex presidente Alan García no se quedó atrás en olvidar al fundador de su partido durante su segundo gobierno, prefiriendo pasar a la posteridad como el sucesor de Francisco Pizarro, a quien le dedicó un elogioso libro que de historia tiene, a decir verdad, muy poco. Por su parte, el actual alcalde de Lima, Luis Castañeda, está resuelto a aplicar la lógica senderista de “demoler / arrasar” la obra de la anterior gestión municipal, mala o buena, por razones que aún le debe explicar a la ciudadanía. La lógica de los eternos comienzos y del “yo reino” se impone por sobre cualquier sentido de pertenencia histórica y colectiva. Algo similar podría decirse de la forma en que el Estado ha venido afrontado los conflictos sociales.
Cuando Hernando De Soto fue asesor de Fujimori, el llamado “capitalismo popular” consistía en el sueño del “negocio propio”, tan instrumental a los despidos masivos de trabajadores.
Pero no todo está perdido. Si bien el país oficial y mediático y, como afirma Rolando Rojas, buena parte de las ciencias sociales, se desmarcan de la historia, ésta florece en las calles, en las movilizaciones ciudadanas y en el arte. Recordemos, por sólo citar un ejemplo reciente, las consignas de los jóvenes que hace poco protestaban contra la “Ley Pulpín”. El “No a la explotación”, entre otros eslóganes alusivos la conquista de los derechos laborales, fue un hito porque el vocablo “explotación” se había desterrado del habla desde hacía un buen tiempo, a la par que ganaban terreno eufemismos pro-empresariales como “flexibilidad laboral” y conceptos como “desigualdad”, preferidos por la academia y las ONG. Se esfumaba el miedo de ser tildados como “terroristas”, un recurso tan recurrente para deslegitimar los reclamos de derechos y cimentar un “sentido común neoliberal” en nuestro país. Otro eslogan popular: “Soy cholo, pero no barato”, subvertía las pulsiones gamonales que asocian una condición racial o “étnica” con una situación servil y malpaga, y que los jóvenes parecían leer en el subtexto de la ley, a la par que reivindicaban una identidad estigmatizada como es la de “cholo” o “chola”.
La historia vive también en el arte, incluyendo los murales que tan ominosamente mandó borrar el alcalde Castañeda. De alguna manera, su campaña muralicida es también historicida. Los ciudadanos/as reclaman, paralelamente, una historia capaz de informarlos sobre sus opciones en el presente, como lo demuestra el record de ventas que es el libro de Alfonso Quiroz "La historia de la corrupción en el Perú". Muchos de los políticos o sus partidos, que hoy postulan a la reelección, desfilan poco honorablemente por sus páginas, y con seguridad, de llegar al poder, no van a alentar su lectura, de la misma manera que el Departamento de Estado de Estados Unidos. no alienta se conozca la larga historia de invasiones e intervenciones ilegales de EE.UU. en América Latina.
El tema de si es posible o no llegar a una verdad histórica objetiva puede llenar estantes de libros. La verdad histórica es ciertamente una meta difícil que requiere de mucho trabajo y la escritura de la historia, como de cualquier otra disciplina científica, está impregnada de subjetividad, desde que no puede existir sin la voluntad de quien escribe. Pero la mejor prueba de que existe es el empeño que tantos ponen en negarla. Después de todo, precisamente porque una historia veraz no es potestad de una ideología en particular, siempre será subversiva.