MEMORIA. Durante la represión policial y militar a las protestas de fines de 2022 e inicios de 2023 murieron 49 civiles. Siete de ellos eran adolescentes.
Las protestas de fines de 2022 e inicios de 2023 en el Perú tienen una honda relación con la historia del país. No fueron una ebullición, sino el último episodio de rebeliones que se han dado durante siglos.
La represión que les sigue es el modus operandi de los gobiernos. En las del verano pasado se pueden apreciar claramente patrones comunes en la violencia del Estado en varias de las regiones donde hubo levantamientos. Patrones no del todo distintos a aquellos del siglo XIX.
A un año de la masacre en Juliaca, en la que la Policía Nacional del Perú (PNP) asesinó a 18 civiles, las similitudes, tanto en las muertes como en las órdenes policiales de varias regiones, son evidentes.
Se disparó a matar a adolescentes pobres que no suponían ningún riesgo".
La serie Adolescentes en la mira, en la que OjoPúblico narró, a través de cuatro crónicas, los asesinatos de siete menores de edad perpetrados por la PNP y el Ejército del Perú, resalta esas similitudes en el trasfondo de la vida de las víctimas menores de edad y en el actuar de las fuerzas del orden.
Además, evidencia que se disparó a matar a adolescentes pobres que no suponían, ni de lejos, un riesgo para los oficiales, activos críticos, como aeropuertos, y, mucho menos, para la seguridad nacional.
Durante un mes, en el que hubo tiempo suficiente para ponerle fin a la brutalidad de los operativos policiales y militares, fueron asesinados David Atequipa Quispe (15) y Robert Pablo Medina Llanterhuay (16), en Apurímac; Jhonatan Tello Claudio (17), en Junín; Cristofer Ramos Aime (15), en Ayacucho; y Brayan Apaza Jumpiri (15), Elmer Leonardo Huanca (16) y Jhamileth Aroquipa Hancco (17), en Puno.
Siete menores de edad inocentes perdieron la vida a manos del Estado.
Represiones históricas
La historia del Perú está colmada de levantamientos en el sur andino aplacados a sangre y fuego.
El último verano, el pasado se dio una vuelta por el presente. Retornaron las rebeliones campesinas e indígenas de Huancané (Puno) ocurrida entre 1866 y 1868; la de Atusparia (Áncash), en 1885; Llaucán (Cajamarca), en 1914; la de Rumi Maqui (Puno), en 1915; y la de Parcona (Ica), en 1924, por nombrar sólo algunas. Todas reprimidas violentamente: pueblos y campos regados de cientos, sino miles, de cuerpos de hombres, mujeres, ancianos y niños.
En una entrevista para Adolescentes en la mira, el historiador Antonio Zapata Velasco señaló que en aquellas rebeliones, como en las protestas del último verano, “se reclamaba tener organizaciones autónomas de defensa de derechos y, en contra de esta pretensión democrática, es que se perpetran las masacres”. Ayer y hoy, los peruanos más vulnerables, los marginados de siempre, han gritado su descontento.
Para Zapata, en el Perú, “existe cierta memoria sobre cómo reprimir”. Tal es ese capítulo en la historia peruana que existe un género literario dedicado a las represiones. El arte es el método que han utilizado algunos escritores peruanos para intensificar esa realidad sangrienta e imprimirla en la conciencia. En no pocas novelas, la literatura le ha dado un sentido humano a la Historia.
Ayer y hoy, los peruanos más vulnerables, los marginados de siempre, han gritado su descontento".
En El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría, se lee: “La metralla barre los roquedales, los máuseres aguzan su silbo después de un seco estampido y toda la puna parece temblar con un gran estremecimiento”. La narración se refiere a la represión de la comunidad de Rumi, rebelada contra el hacendado Álvaro Amenábar, que la había despojado de sus tierras.
En la novela de Rafael Dumett El camarada Jorge y el dragón, que recoge hechos reales de la masacre de Llaucán, el hacendado Eleodoro Benel, uno de sus responsables, dice: “La mayoría de las muertes no fue por disparos de las fuerzas del orden. Fue por explosiones de dinamita y balas de plomo disparadas por los mismos indios (...) Dispararon con tan mala puntería que se asesinaron entre ellos”.
Un diálogo que parecería provenir de la imaginación del autor, si es que la presidenta Dina Boluarte no hubiera vociferado algo muy similar sobre los muertos de las protestas en una visita que hizo a Pichanaki, Junín, en setiembre del año pasado. Nueve meses antes, en esa misma región, el adolescente Jhonatan Tello Claudio había sido asesinado en la represión policial a las manifestaciones.
Y, como en un presagio colectivo, Manuel Scorza escribe en su novela Historia de Garabombo, el invisible: “Los pueblos comienzan a entender que reclamando solo obtendrán nuevos cementerios”.
Casos que se asemejan
Son pasmosas las similitudes entre los casos de los adolescentes fallecidos en la represión a las protestas. Seis de los siete trabajaban para ayudar económicamente a sus familias, sumidas en la pobreza, la mayoría carentes de padre.
Cosechaban y cortaban alfalfa, vendían helados y salteñas, preparaban sopas, sin perder de vista objetivos profesionales: ser operadores de maquinaria pesada, abogados, psicólogos. Y, como una burla sórdida, Brayan Apaza Jumpiri, David Atequipa Quispe y Jamileth Aroquipa Hancco querían ser policías.
Desde Lima, a los manifestantes se les ha tildado de criminales, terroristas. Sin embargo, ninguno de los siete adolescentes asesinados formaba parte de movimientos políticos o sociales, según contaron sus padres a este medio, ni tenían antecedentes policiales. Tampoco hay una sola línea en las investigaciones fiscales sobre alguna participación política por parte de los menores.
Ninguno había presenciado protestas de este calibre. Algunos fueron a verlas, curiosos, sin saber que nunca volverían; otros fueron sorprendidos por la represión en la calle.
Son pasmosas las similitudes entre los casos de los adolescentes fallecidos en la represión a las protestas".
Todos recibieron disparos en zonas vitales del cuerpo, por encima de la cintura. A Brayan Apaza Jumpiri, la Policía le disparó en la cabeza, mientras cruzaba una calle a dos cuadras de la comisaría de Juliaca para encontrarse con su madre.
A David Atequipa Quispe, en Apurímac, y a Cristofer Ramos Aime, en Ayacucho, les dispararon por la espalda la Policía y el Ejército, respectivamente. A Elmer Leonardo Huanca un proyectil de la Policía le entró por el pecho, en las inmediaciones del aeropuerto de Juliaca. Y, en esa misma ciudad, a Jhamileth Aroquipa Hancco la Policía la asesinó de un balazo en el abdomen cuando iba con su familia a comprar carne a un mercado.
A Robert Medina Llanterhuay, en Apurímac, un proyectil le impactó en el tórax en un cerro donde se guarecía para escapar del gas lacrimógeno. Jhonatan Tello Claudio también recibió un disparo de la Policía por encima de la cintura, cuando regresaba a casa de visitar a un amigo.
En seis de los casos, los exámenes de absorción atómica confirmaron que los adolescentes no dispararon un arma de fuego. En el del otro menor, Robert Medina Llanterhuay, no hay conclusiones, pues no se le practicó necropsia ni otros estudios el día de su muerte.
Todos los adolescentes asesinados recibieron disparos en zonas vitales".
Ninguno atacó a policías o militares, de acuerdo a las investigaciones fiscales. Fueron presa de la violencia de las fuerzas del orden, de la curiosidad, de la Historia.
Participar de una protesta pacífica es un derecho, según la Convención Americana de Derechos Humanos de la que el Perú es signatario. Si bien es cierto que las protestas tuvieron episodios de violencia —invasión y destrucción de aeropuertos, dependencias del Estado, propiedad privada y ensañamiento contra las fuerzas de seguridad, como secuestros y agresiones físicas, incluyendo heridas por proyectil de armas de fuego, según informes policiales—, es falaz asumir que las muertes ocurridas en una protesta son una consecuencia natural de ésta, pues no todo manifestante, necesariamente, ha tenido acciones violentas.
Tal fue el caso de Robert, quien salió a quejarse, antes del lanzamiento de los gases lacrimógenos, porque no hay un colegio en el poblado de Casabamba, donde vivía con su familia, en la provincia de Chincheros, contó su padre a OjoPúblico en su casa, en lo alto de las montañas apurimeñas.
El 5 de abril de 2022, miles de limeños salieron a las calles a protestar contra el autoritario toque de queda impuesto por el entonces presidente Pedro Castillo. Cientos tomaron Paseo de la República, la vía más importante de Lima, como peruanos de varias regiones del país lo hacen con carreteras. Pero en Lima nadie fue asesinado durante esa manifestación.
La evidencia balística demuestra que cinco de los adolescentes fueron asesinados por proyectiles compatibles con armas reglamentarias de la Policía y el Ejército, como fusiles AKM y Galil y pistolas Sig Sauer y Pietro Beretta. De Robert Medina Llanterhuay no existe información, y en el caso de Brayan Apaza Jumpiri no se pudo determinar el calibre.
Cadena de mando y órdenes policiales
Las excusas que han dado la presidenta Dina Boluarte y el premier Alberto Otárola, ministro de Defensa durante la represión, para desligarse de su responsabilidad han sido todas rebatidas.
Boluarte dijo no tener comando sobre las Fuerzas Armadas, pero quien ostenta la Presidencia de la República es su jefe supremo (bajo la teoría de autoría mediata es que el expresidente Alberto Fujimori fue condenado por crímenes de lesa humanidad).
Ambos dijeron haberse enterado de las muertes por los medios de comunicación y que no conocían las acciones de las fuerzas del orden, pero el entonces jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, Manuel Gómez de la Torre, dijo haberse reunido cinco veces con Boluarte y Otárola durante las masacres de Apurímac, Junín y Ayacucho. Boluarte incluso dijo que los muertos se habían matado a sí mismos. La fantasía no merece respuesta.
Boluarte y Otárola no sólo eran informados de los operativos militares, sino que habían revisado los informes de inteligencia —de acuerdo a un artículo publicado en el semanario Hildebrandt en sus trece— que concluían que en el Perú se estaba desatando una guerra terrorista, lo que sentó el tono de la represión.
El plan de acción en Puno repitió los mismos términos, órdenes y 'enemigos' de los de otras regiones".
El informe señalaba, sin evidencia alguna, que en las movilizaciones había un “accionar de la Organización Terrorista Sendero Luminoso facción Vraem” y una “simbiosis existente entre esta organización terrorista y las organizaciones criminales nacionales con vínculos internacionales que se dedican al tráfico ilícito de drogas”, según reveló el semanario. Quienes protestaron, en realidad, fueron frentes de defensa, gremios de profesores, comunidades campesinas y otras organizaciones civiles.
Ese documento, revisado en una sesión del Consejo de Ministros, fue el sustento de las órdenes policiales y militares de las cuatro regiones en las que fueron asesinados los menores de edad. También, la base para imponer el estado de emergencia en todo el país, el 14 de diciembre de 2022, horas antes de las muertes de los menores de edad Cristofer Ramos Aime y Jhonatan Tello Claudio.
Los mismos términos —terroristas, criminales— fueron trasladados a las órdenes policiales y militares de Apurímac, Ayacucho y Puno. En otras palabras, el informe de inteligencia que habían revisado Boluarte y Otárola fue el que abrió la puerta a la represión.
Entre la masacre de Ayacucho y la de Puno pasaron 25 días. Casi un mes en el que el gobierno pudo evitar otra reacción violenta por parte de las fuerzas de seguridad. Pero, durante las fiestas de fin de año, la PNP organizaba sus operativos en Puno y más de 500 policías llegaban a Juliaca desde Lima, Cusco y Arequipa.
Al menos cuatro de los siete adolescentes murieron a más de 200 metros de un activo crítico".
El plan de acción en Puno repitió los mismos términos, órdenes y “enemigos” de los de otras regiones donde fueron asesinadas 28 personas, entre ellas cuatro menores de edad. Los operativos de Puno tuvieron errores y abusos similares a la de Apurímac, un mes antes. El gobierno no reflexionó, no cambió de estrategia en ese tiempo.
A lo largo de un mes se siguieron violando sistemáticamente las normas de uso de la fuerza policial. El DL 1186 establece que, en el uso de ésta, la Policía debe guiarse mediante los principios de legalidad, necesidad y proporcionalidad. Pero esto fue ignorado.
No hubo legalidad —no se cumplió con el marco del Derecho Internacional de los Derechos Humanos—; no hubo proporcionalidad —los adolescentes no estaban armados—; y no hubo necesidad —eran transeúntes, curiosos o se escapaban de la represión—.
También en Junín y Puno se violó la orden que establecía que el trabajo de la Policía era de “defensa y no de ataque”. Al menos cuatro de los siete adolescentes murieron a más de 200 metros de un activo crítico, donde la Policía debía hacer patrullaje preventivo. Tampoco se utilizaron drones, como establecían las órdenes policiales, para verificar el cumplimiento de estas obligaciones por parte de la PNP.
La represión no amainó a pesar de la evidencia de su brutalidad, sino que se tornó más violenta".
La serie Adolescentes en la mira ha destapado, tras medio año de investigación y cobertura en las regiones donde ocurrieron las muertes, que menores de edad fueron asesinados por proyectiles compatibles con armas reglamentarias de la PNP y el Ejército Peruano, en situaciones muy similares.
La represión no amainó a pesar de la evidencia de su brutalidad, sino que se tornó, incluso, más violenta con el pasar del tiempo. Dina Boluarte y Alberto Otárola sabían del tono de esas operaciones. Las masacres, ahora y siempre, son un eslabón de la cadena que pedalean, hace siglos, quienes en el Perú tienen el control de las armas.