“¿Qué es más importante, el agua o el oro?”. La pregunta la hizo Ollanta Humala, en un mitin en Bambamarca, en la región de Cajamarca, durante la campaña electoral del 2011. “¡El agua!”, respondió a coro la multitud presente. “Yo me comprometo a respetar la voluntad de Bambamarca”, sentenció el entonces candidato presidencial del Perú. Luego lanzó un mensaje similar en Islay, Arequipa. Pero ya en el gobierno, el líder nacionalista ha asumido la defensa activa de los proyectos extractivos y ha atacado –directamente o a través de sus ministros– a los que que protestan llamándolos “antimineros”. Los acusa de querer poner fin a la minería en el Perú. ¿Era viable un rumbo alterno? ¿Existían incentivos y presiones suficientes para dar un giro en las políticas de promoción minera, petrolera y gasífera?
Dichas preguntas no son privativas de nuestro país. Rafael Correa, en Ecuador y Evo Morales, en Bolivia, han enfrentado dilemas similares. La respuesta de sus gobiernos ha sido combinar la continuidad de las políticas de promoción de las actividades mineras e hidrocarburíferas con un discurso que reivindica la agenda ambiental e indígena. Pachamama, sumak-kawsay –buen vivir–, derechos de la tierra, son términos que han sido incorporados incluso en el nivel constitucional. La salida para esta aparente contradicción –y tensión– ha sido la expansión de las políticas sociales, financiadas mediante una participación mayor del Estado en la distribución renta de los sectores extractivos. El uruguayo Eduardo Gudynas ha acuñado un término para este modelo: neoextractivismo.
¿Por qué [Ollanta Humala] no siguió la ruta del neo-extractivismo? Mi hipótesis es que sí quiso. Es lo que denominó “crecimiento con inclusión”. Pero no pudo –o no supo cómo– concretar su propuesta.
Morales y Correa, cuyas políticas pueden ser calificadas de neoextractivistas, han logrado altos niveles de aprobación y conseguido apoyos sociales importantes. Esto les ha permitido continuar en el poder, derrotando a diversos opositores políticos, incluyendo a antiguos aliados que abogan por reducir al mínimo el peso de la minería y de los hidrocarburos en la economía. A esta posición Gudynas la llama post-extractivista. No parece difícil explicar por qué el gobierno de Ollanta Humala no siguió este último camino. Pero, ¿por qué no siguió la ruta del neo-extractivismo? Mi hipótesis es que sí quiso. Es lo que denominó “crecimiento con inclusión”. Pero no pudo –o no supo cómo– concretar su propuesta. ¿Por qué?
Desde luego la primera parte de la fórmula implicaba alentar la minería. Ollanta Humala llegó al poder en la etapa final del boom de precios de los minerales e hidrocarburos. Esta situación le facilitó al Perú alcanzar cifras de crecimiento entre las más altas de la región –e incluso del mundo–. Esto permitió un aumento significativo de los ingresos estatales así como una reducción importante de la pobreza. En agosto de 2011 era posible plantear reformas orientadas a captar una porción mayor de la renta minera, extender el ámbito de acción de las políticas sociales, así como generar un discurso favorable a la sostenibilidad y a la diversidad cultural y étnica. Y de hecho lo intentó.
A este período inicial pertenece la negociación que realizó el gobierno para poder imponer mayores tributos a la actividad minera. Esta medida estaba incluida en la Hoja de Ruta, la propuesta moderada de reforma socioeconómica utilizada en la última etapa de la última campaña presidencial. En setiembre de 2011, aprueba tres leyes al respecto: la Ley de Regalías Mineras, la que estableció el marco legal del gravamen especial a la minería, y creó el impuesto especial a la minería. “Esto va a permitir al Estado contar con más recursos, los que serán empleados en temas de infraestructura en las zonas más pobres del país. Será una forma de llevar la inclusión social a tu casa”, declaró en ese momento Humala. Por otro lado, el Ministerio de Inclusión Social (Midis) se creó a fines de octubre del 2011 y a inicios de setiembre el ejecutivo promulgó la Ley de Consulta Previa, y en abril de 2012 dictó el reglamento de esta última norma.
El cambio definitivo en el presidente Humala vino con las primeras señales de la desaceleración económica. En este escenario, el gobierno peruano optó por impulsar las inversiones mineras, incluso al costo de flexibilizar las exigencias ambientales y sociales.
El conflicto por el proyecto minero Conga (Cajamarca) hizo explícito el apoyo del nuevo gobierno a la promoción de las inversiones mineras: “El proyecto Conga es importante para el Perú porque le va a permitir realizar la gran transformación y la inclusión social que prometimos al pueblo peruano. El agua y el oro”, declaró el Presidente. Sin duda, era un mensaje neoextractivista: Humala anunciaba en abril de 2012 reformas en las instituciones ambientales para contar con una “nueva minería”.
Sin embargo, en todas estas esferas aparecieron rápidamente los límites a la propuesta presidencial. Al estar la actividad extractiva básicamente en manos privadas, no contó con la opción de obtener más rentas por vía de una empresa estatal. No tenemos nada parecido al Codelco chileno ni a Ecopetrol de Colombia. El fortalecimiento de la empresa estatal PetroPerú –simbólico además por su relación con el gobierno militar de Juan Velasco Alvarado– nunca despegó.
No obstante, la situación de la hacienda pública era aún lo suficientemente buena como para hacer posible una propuesta de mejora y expansión de las políticas sociales. El Midis fue la parte visible del segundo componente de la estrategia. Y logró importantes avances. De hecho, ha sido de forma sostenida el área mejor evaluada por la ciudadanía y una de las claves de la alta aprobación de que dispuso Ollanta Humala hasta abril de 2013. Por su lado, la consulta previa culminó su reglamentación en abril de 2012, y la nueva entidad evaluadora ambiental –el Servicio Nacional de Certificación Ambiental– fue creado a fines de 2012, mientras que a inicios de 2013 se dictó una nueva ley que fortalecía la fiscalización ambiental.
Al estar la actividad extractiva básicamente en manos privadas, no contó con la opción de obtener más rentas por vía de una empresa estatal. No tenemos nada parecido al Codelco chileno ni a Ecopetrol de Colombia. El fortalecimiento de la empresa estatal PetroPerú nunca despegó.
El cambio definitivo en el presidente Humala vino con las primeras señales de la desaceleración económica. Las alarmas vinieron desde la economía global. En este escenario, el gobierno peruano optó por impulsar las inversiones mineras, incluso al costo de flexibilizar las exigencias ambientales y sociales. Dichos requisitos son ahora calificados de tramitología, es decir, requisitos innecesarios que solo sirven para trabar la inversión. A esto se han sumado prácticas orientadas a evadir la consulta previa en la minería.
La aprobación presidencial empezó a caer, llegando, según una reciente encuesta nacional urbana de GfK, a 16%, un tercio de los niveles de inicios de 2013. Nuestros vecinos dependientes de los minerales y los hidrocarburos han pasado por las mismas dificultades. Sin embargo en las elecciones en Bolivia (2014), Ecuador (2013), Brasil (2014) y Colombia (2014) los presidentes en funciones ganaron las elecciones. Solo en Chile perdió el partido gobernante ¿Cuál es la diferencia?
Una primera explicación es que además de no contar con los niveles de extracción de la renta minera e hidrocarburífera de sus vecinos, el Perú es –como ha afirmado Steven Levistky – el país más tacaño de la región: el gasto social solo representa el 8% del PBI. En Chile, Colombia, Bolivia y Ecuador, más de la mitad de los pobres reciben transferencias directas –como Juntos–. ¿En el Perú? Apenas un cuarto.
Para obtener una mayor renta, ampliar los programas sociales y también para manejar los conflictos que las actividades extractivas generan en el territorio, son necesarios dos factores: liderazgo gubernamental y capacidad estatal. El primer factor depende tanto de las capacidades personales del Presidente, del equipo de gobierno, como de la fortaleza de la organización política oficialista y de las alianzas que construye. Lo segundo, de la fortaleza de la burocracia, del alcance de las políticas públicas y de la legitimidad y confianza que genera el Estado.
No es que nuestros vecinos no enfrenten conflictos y tensiones. Solo que los encaran con mayores fortalezas políticas. Sea en su esfera estatal o en la presidencial-gubernamental-partidaria.
Mientras que el liderazgo es un factor clave en Bolivia y en Ecuador, las capacidades estatales son muy importantes en Colombia y Chile. En el Perú, en cambio, ambos factores lucen más débiles. Esto no solo explicaría la incapacidad de generar una política neo-extractivista, sino también las dificultades para manejar los conflictos que originan las políticas extractivas que impulsa. El caso chileno –y en buena medida el colombiano– es un ejemplo de la importancia de una institucionalidad sólida para mitigar los efectos perversos que pueden producir los enormes ingresos que genera la actividad minera.
No es que nuestros vecinos no enfrenten conflictos y tensiones. Solo que los encaran con mayores fortalezas políticas. Sea en su esfera estatal o en la presidencial-gubernamental-partidaria. O en ambas. Aquí, en cambio, ambas esferas son más limitadas. Los malos resultados políticos que esto genera –expresados en la bajísima aprobación presidencial– pueden agravar aún más dichas debilidades. Desde luego este artículo no constituye una defensa del neo-extractivismo. Lo que busca es intentar entender por qué dicho programa no se concretó en el Perú. Esto nos permitirá extraer lecciones útiles para cualquier política con relación a los recursos naturales en el Perú. El Presidente Ollanta Humala, a raíz del conflicto minero en Islay, Arequipa, ha vuelto a recordar su agenda de reforma para construir “una nueva minería”. Pero dichas palabras han sonado añejas y poco creíbles. De lo “neo” quedó muy poco.
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