En los textos de Samanta Schweblin (Argentina, 1978) ocurren cosas extrañas. Es más, lo extraño no solamente ocurre, es la condición que sostiene su mundo narrativo. Por supuesto, esta afirmación implica dos cosas: una, que nosotros como lectores aceptamos la extrañeza; otra, que eso nos obliga a entender el vocablo “extraño” en el más amplio de sus sentidos, empezando por definirlo como un conjunto de sucesos que ponen en cuestión, desestabilizan y desafían nuestra propia idea de lo que debería ser normal.
Sin embargo, la claridad que supone esta breve descripción es engañosa, pues lo extraño es un fenómeno muy vasto, carece de fronteras definidas y eso da pábulo a encontrarnos frente a eso de diversas maneras: tanto en cuentos que se mueven en un universo desfamiliarizado como en otros relatos donde parece haber la intención de cumplir con ciertas convenciones de lo fantástico, así como también en narraciones cuyos personajes son presa o víctimas de locura o perversidad.
Para decirlo con más llaneza, el mundo que ha construido Schweblin para su literatura es profundamente disfuncional, un mundo en el que el principio de realidad, en la mayoría de casos, se ha extraviado y por tanto no existen límites que permitan discernir las fronteras entre lo normal y lo anormal, el bien y el mal, la cordura de la crueldad.
Esto, que ocurre con frecuencia en sus libros de cuentos El núcleo del disturbio (2002), Pájaros en la boca (2009) y Siete casas vacías (2015), se presenta también en su única novela, Distancia de rescate (2014), donde pone en práctica toda una estrategia para demoler la idea de la naturaleza como un espacio de inocencia. Si lo normal no es sino un conjunto de apariencias convencionales, nuestra idea y percepción del paisaje y la naturaleza van exactamente por el mismo camino. Eso explica que en los textos de Schweblin lo inesperado sea una poderosa fuerza latente que luego se torna manifiesta para recordarnos la fragilidad de nuestra condición.
Samanta Schweblin no está sola. En la tradición latinoamericana al menos, sus cuentos permiten advertir presencias como las de los uruguayos Horacio Quiroga, naturalista radical, maestro del horror, la locura y el miedo; o Felisberto Hernández, compositor y pianista de cine mudo, dueño de una imaginación portentosa, atareado siempre en borrar límites entre lo posible y lo insólito. O también las huellas de Cortázar, en especial las de cuentos como “La noche boca arriba”, “Axolotl” o esa fábula de radical desconcierto que es “Casa tomada”, todos ellos verdaderos desafíos a las apariencias que se esconden tras lo real. Y acaso queda lugar para Bioy Casares y su pirotecnia de imágenes ilusorias e invenciones fantasmagóricas; y allí caben también María Luisa Bombal y Silvina Ocampo, maestras de la extrañeza y la vacilación ante las cosas reales. Todos ellos se dan cita, por cierto, bajo la nívea mirada del patriarca de Adrogué y su gato.
Al decir esto por supuesto no paso por alto el hecho de que la escritora es también una consumada lectora de autores de otras latitudes, lecturas que son parte de su necesaria nutrición creativa. No quería dejar de mencionar, sin embargo, que los cuentos de Schweblin se ubican sin mayor dificultad en esta ilustre genealogía de escritores latinoamericanos que han explorado intensamente todo aquello que muchas veces el realismo de receta no puede alcanzar: el absurdo, lo grotesco, lo fantástico, el miedo, las tinieblas de la conciencia, en suma, todo aquello que coloca a la experiencia humana más allá del límite de una explicación ecuánime.
II
De la mano de su abuelo, el destacado grabador Alfredo de Vicenzo, Samanta daba largos paseos por distintos barrios de Buenos Aires que constituyeron parte importante de su formación como escritora o, como ella misma llamaba a esos periplos, su “entrenamiento de artista”.
Durante esas caminatas pasaban solamente cosas estimulantes para una niña ávida de explorar el mundo: desde aprender a subirse al tren sin pagar boleto (en esto de Vicenzo era también un artista) hasta visitas a galerías de arte que incluían las explicaciones del abuelo, convertido en guía, pasando por largas horas husmeando entre estantes de librerías a la caza de algún tesoro, y esas veladas en casa en las que sus padres le leían de todo y en las que Samanta, cuando aún no sabía escribir, le dictaba historias a su mamá. Ese sería su primer contacto con “eso tan extraño, tan oscuro y tan luminoso que es lo artístico”, según le confesó al reportero mexicano Moisés Hernández.
Después de haber publicado Distancia de rescate, donde se aborda el vínculo madre e hija, muchos me preguntan si soy madre. Por favor, a los escritores que escriben sobre asesinos nadie les pregunta si han matado a alguien.
Ese ambiente familiar que hacía fácil el acceso a la bohemia productiva y a la convivencia con el arte, que sería tan determinante en su formación, no es el que aparece precisamente en su literatura, tan marcada por la extrañeza. De esas veladas en que escuchaba extasiada poemas de Gabriela Mistral y Alfonsina Storni, hechizantes relatos de hadas, historias de maravilla y terror, queda solo el grato recuerdo de ser la primera piedra de una vocación indestructible. Esa vocación, entre otros, es el tema que anima esta conversación.
¿Hay un momento o circunstancia de tu vida que explique el origen de tu vocación por la literatura?
–A veces me cuesta pensar en algo puntual, yo diría más bien que fue una suma de cosas. Me leían mucho, desde muy chica. Mi mamá tenía un jardín de infantes y yo me pasaba horas en esa biblioteca infantil leyendo y revisando libros. Cuando cumplí cinco, seis años, mi abuelo materno, que estaba alejado de la familia, empezó a pasarme a buscar por mi casa de Hurlingham los fines de semana para pasear por el centro de Buenos Aires. Las salidas siguieron hasta mis ocho, nueve años. Visitábamos museos, bares, exposiciones, bibliotecas, veíamos obras de teatro, nos sentábamos en bancos a mirar a la gente pasar. Y lo más interesante es que él me enseñó a anotarlo todo, de modo que yo creo que la escritura llegó temprano. Llevábamos un diario en el que escribíamos lo que hacíamos, por qué lo hacíamos, y a qué descubrimientos llegábamos en cada travesía. También copiábamos estrofas de Alfonsina Storni, de Almafuerte, de César Vallejo. Supongo que eso fue para mí empezar a escribir, un diario de vida compartida con él, una vida que era un verdadero paréntesis o si quieres un oasis en la vida del colegio y de la familia.
Has mencionado que te formaste como lectora leyendo escritores latinoamericanos, en especial los vinculados al boom y algunos un poco anteriores, como Bioy Casares. ¿Qué estás leyendo ahora mismo?
–Sí, y eso es algo un poco extraño porque, aunque esos escritores fueron los disparadores de todo, ahora me siento un poco más lejana de esos escritores a quienes precisamente me gusta nombrar como mis maestros. Creo que sigo teniendo una fuerte influencia norteamericana. Hace algunos años que estoy impresionada con algunos autores que descubrí tarde, y que volvieron a sacudir mis ideas sobre la escritura. Pienso en autores como Elizabeth Strout, Amy Hempel, Kelly Link, Sherly Jackson. O algunos europeos como Agota Kristof o Kjell Askildsen, a quienes leo con asiduidad.
¿Es cierto que alguna vez te dijeron que tus relatos parecían escritos por un hombre? ¿Crees realmente que hay marcas femeninas en la escritura?
–Claro, eso que dijeron fue una barbaridad, pero me lo dijeron. Parece mentira que a esta altura sigamos teniendo presentes estereotipos tan acartonados. Es curioso, después de haber publicado Distancia de rescate, donde se aborda el vínculo madre e hija, muchos lectores me preguntan si soy o no soy madre. Pero, por favor, a los escritores que escriben sobre asesinos nadie les pregunta si ya han matado o no a alguien. No hay que tener experiencia vital en el tema para escribir un buen relato de suspenso o un policial, si lo sabrán Agatha Christie, o la genial Patricia Highsmith; tampoco, me parece, hay que ser mujer para escribir Ana Karenina (1878), ni Madame Bovary (1856), si lo sabrán Tolstoi y Flaubert. No creo que hombres y mujeres seamos iguales, pero sí creo que la sensibilidad de un escritor, o de una escritora, busca siempre entender lo que no conoce, encarnarlo, descubrirlo, y cuanto mejor lo haga, menos debería sospecharse de su sombra.
En todo caso, la tradición fantástica parece por momentos un salón en el que parte importante de sus habitúes son caballeros. ¿Te sientes intrusa en ese salón o más bien te mueves con comodidad en él?
–Me gusta el salón, y admiro a gran parte de los caballeros, así que estoy muy emocionada de participar en él. Para serte sincera, no veo con rencor la ausencia de mujeres. Pero tampoco hay que engañarse. Que no haya mujeres no significa que en la historia y la tradición no haya habido tan buenas escritoras como Ray Bradbury, como Ballard, como Levrero o como Philip K. Dick. Las hubo y las perdimos, porque no tuvieron espacio para escribir todo lo que hubieran querido, o no lograron publicar. Algunas empiezan a recuperarse ahora. Otras se perderán definitivamente. Hay ámbitos en que las mujeres seguimos subyugadas, pero creo que en literatura estos últimos años las mujeres tienen un protagonismo innegable, incluso en Latinoamérica. Ahora, lo que toca, lo realmente importante es ocuparse más de la calidad del trabajo que de cuántas sillas ocupamos.
En una entrevista concedida el año pasado dijiste: “Escribir es entrar en el miedo y salir ileso”. ¿Es la ficción la mejor manera de penetrar en el horror y el absurdo detrás de lo cotidiano?
–Lo es para mí. Es algo personal, otros pueden hacerlo con otras herramientas. Pero la literatura me cura y me sostiene, tanto cuando leo como cuando escribo. Es mi manera de hacer otros recorridos vitales y aprender muchísimo de mí y de los demás, entender cosas que no podría haber entendido de otra manera, pensar cosas en las que nunca hubiera pensado sin el proceso de esa travesía, y eso para mí es energía vital, es tan alucinante como lo sería no necesitar dormir en las noches, poder seguir viviendo mientras el resto descansa, y aun así no cansarme nunca.
Hay ámbitos en que las mujeres seguimos subyugadas, pero en literatura las mujeres tienen un protagonismo innegable. Ahora, lo que toca es ocuparse más de la calidad del trabajo que de cuántas sillas ocupamos.
En tu mundo narrativo opera mayormente una normalidad que es perturbada por la locura, el miedo, la violencia. ¿Podemos leer tus relatos como un conjuro, como un exorcismo contra esas irrupciones?
–Claro que sí, la literatura es puro exorcismo. Ya me pasó un par de veces que algunos lectores, desilusionados cuando me conocen, me dicen: “te imaginaba de otra manera”. Supongo que esperaban encontrar en mí lo que los angustió en mis textos. Pero justamente porque está escrito, ya no cargo más con eso. Tengo también una cábala: si imagino la peor de las posibilidades con precisión, es absolutamente imposible que suceda. Nunca, jamás, puede pasar semejante cosa. Entonces, atravesar los peores miedos en la ficción te ayuda también a aprender a sortearlos en la vida real, o atravesarlos de todas formas, si es inevitable, pero con la información sagrada de quien sabe un poco más de eso que tanto lo asusta.
Sin embargo, creo que en tus relatos hay una tensión de otro orden, porque no se trata ya de reconocer la extrañeza como algo ajeno, sino como algo posible. ¿No te parece que esa idea es todavía más perturbadora?
–Sí. Por eso siento tantísima atracción por el mundo de lo extraño. Lo fantástico aborda lo imposible de suceder o de explicar racionalmente, lo extraño aborda ese mundo que difícilmente sucede, o que todavía no conocemos, pero que pertenece a nuestro mundo. Deja al lector en una situación de mucha mayor exposición.
¿Qué elemento ha sido más decisivo en tu interés por lo fantástico y lo extraño: tu propia mirada sobre la realidad o tus lecturas?
–Supongo que las dos cosas. Sé, por ejemplo, que uno de los libros que más me impactaron en mis primeras incursiones por la lectura adulta fue Las doradas manzanas del sol (The Golden Apples of the Sun, 1953), de Ray Bradbury. Fue una verdadera revelación, un disfrute y una admiración que me sacudieron y que abrieron mi imaginación a otros mundos. Así que por ese lado es innegable que las lecturas tienen que haber tenido mucho que ver. Pero mi mirada sobre la realidad también fue desde chica bastante particular. Siempre fui muy fantasiosa, distraída, una escapista profesional de la realidad. Mi profesor de la primaria solía citar a mi mamá cada dos por tres, porque tenía muy malas notas y en clase me distraía muchísimo. Le decía: Samanta se sienta en la ventana a mirar los pajaritos, se va con el primero que se larga a volar, y ya no vuelve en todo el día.
La literatura me cura y me sostiene, tanto cuando leo como cuando escribo. Es mi manera de hacer otros recorridos vitales y aprender muchísimo de mí y de los demás.
Hay quienes reivindican el placer de escribir. No parece ser tu caso, ya que has sugerido que la escritura es una actividad análoga a una lucha.
–No exactamente una lucha, es decir, disfruto de la escritura, me da mucho a cambio; si no, me dedicaría a otra cosa, porque me es imposible creer o defender la idea o la imagen del escritor sufrido. Lo que pasa es que puedo ver claramente –y con mucha envidia–, cómo algunos escritores transitan la escritura con un verdadero disfrute y tienen una relación con el lenguaje que es por completo diferente a la mía. Para mí el lenguaje es un problema. Donde hay lenguaje hay error, hay confusión, hay malos entendidos, hay cosas que preferiría no escuchar ni saber, hay dolor, y hay además una cuestión casi material que es complicada también. Me recuerda a la relación que mi abuelo, que era grabador y xilógrafo, tenía con sus chapas de cobre y de cinc. Era puro arte, él también lo disfrutaba muchísimo, pero las planchas pesaban, cortaban, lastimaban, el material no siempre respondía como él esperaba, realmente parecía una lucha entre dos, en el que cada uno esperaba como resultado una forma diferente. Hay algo incontrolable en el lenguaje, al menos para mí, algo que quiere todo el tiempo deformarse, escaparse. Si alguna lucha hay, entonces, es con el lenguaje.
¿Por qué preferentemente el cuento?
–No creo que cualquier historia soporte cualquier género, creo que hay algo en ellas, incluso en sus estados más germinales, que ya dictan cierto narrador, cierto ritmo, si sucederá o no en un mundo que pretende ser absolutamente realista o incursionará por costados más extraños, y así también hay la exigencia de una extensión determinada. También leo en muchos cuentos una tensión, una contundencia y un control de parte de los narradores que admiro y anhelo muchísimo, los buenos cuentistas son los magos más temerarios. Ahora mismo me recuerdo terminando algunos cuentos de Kelly Link, de Sherly Jackson, de Kij Johnson, de Kjell Askildsen, alucinada por el sacudón que acabo de sentir pero absolutamente desconcertada porque no puedo entender cómo pudo pasar semejante terremoto sin que el piso haya temblado en ningún momento. No es que esto no pueda hacerse en las novelas, se me ocurren ahora mismo muchos ejemplos en los que esto también ocurre, pero el cuento parece estar programado sobre todo para ese sacudón, es como una montaña rusa que solo va en caída.
La literatura es puro exorcismo. Ya me pasó un par de veces que algunos lectores, desilusionados cuando me conocen, me dicen: “te imaginaba de otra manera”. Supongo que esperaban encontrar en mí lo que los angustió en mis textos.
¿Y por qué la recurrencia en la exploración de la vida familiar?
–Es una pregunta recurrente, y cada vez vuelve a sorprenderme. Para mí es como si le preguntaran a un oso polar porque escribe sobre el ártico. Creo que todo empieza ahí, en la familia, ahí están las primeras tragedias, luego las arrastramos toda la vida, y seguimos balanceándonos entre ellas e intentando desenredarnos de esas lianas invencibles hasta el último día. Eso es la familia, sí, lianas: te sostienen, evitan la caída libre y trepando por ellas puede irse mucho más alto, pero son también las ataduras más fuertes, y si aprietan mucho… bueno, de eso se trata casi todo lo que escribo últimamente.
¿La intencionalidad es previa a la escritura o va surgiendo, va construyéndose a medida que avanzan los relatos?
–Hay intencionalidad previa, siempre hay algo específico que me empuja a escribir, incluso puede no ser algo argumental, como un determinado estado anímico al que quiero llegar, o una sensación particular. Pero por otro lado pasan muchas cosas durante la escritura, que modifican el texto e incluso a veces lo que uno quiere decir. Y me gusta estar abierta también a eso. Es un equilibrio delicado. En los cuentos, se nota mucho la espontaneidad y la unidad a la que se puede llegar cuando se escribe un texto de una sola sentada, pero para esto hay que tener muy claro qué tipo de cuento se quiere escribir, y a qué lugar se quiere llegar. Un cuento escrito en muchas sentadas puede volverse un poco acartonado o rígido, pero tiene mucha más precisión. El punto medio suele dar el mejor material.
Tengo también una cábala: si imagino la peor de las posibilidades con precisión, es absolutamente imposible que suceda. Nunca, jamás, puede pasar semejante cosa.
¿Eres consciente de la decisión de elegir mayormente lugares marginales o alejados como escenario de tus relatos? Más todavía: ¿Eres consciente del hecho de que siendo argentinos pudieran pertenecer en realidad a cualquier parte del mundo?
–Aunque suene paradójico, cuando escribo pienso siempre en Argentina, y en la mayoría de los casos se trata de espacios que conocí, en los que he estado aunque sea de pasada. En este sentido Argentina sigue siendo mi escenario de escritura, el mundo que miro cuando escribo, aunque ya lleve cuatro años viviendo fuera. Pero sí soy consciente de que suelo ser muy aséptica en la descripción de estos lugares; me importa más el ambiente, el clima que carga una situación, que el lugar. Las atmósferas son mucho más universales que las locaciones. Hay veces en que los lugares pueden ser protagonistas, pienso en el cuento “Matar a un perro”, o incluso en “Salir”. Pero si el cuento no requiere esa definición tan minuciosa del entorno prefiero que los espacios queden al servicio de la historia, abiertos a ser construidos con el imaginario de los lectores, y me centro más en las acciones, los objetos y los personajes.
¿Eso expresa un cierto desarraigo, un desarraigo íntimo digamos?
–Yo no lo siento así, si fuera un modo de trabajar de los últimos años, con esta nueva vida que llevo lejos de Buenos Aires, habría habido algún tipo de bisagra entre los dos primeros libros y Distancia de Rescate y Siete casa vacías, pero no lo siento así. Sin embargo, no niego la posibilidad de que puede haber cosas que son muy claras para los lectores, y que a mí me cueste leer eso en mi propio material. En esencia, como dije al inicio, es mi manera de escribir, desde mis primeras historias.
¿Dejas en libertad a tus lectores o esperas que ellos entiendan específicamente algo de tus textos?
–Me gustaría creer que no, aunque al final, la lectura es un espacio en el que es el lector el que tiene absoluto control. Pero sí tengo intensiones específicas. Creo que cuando uno escribe, no solo escribe sobre el papel, no solo programa lo que uno quiere que el lector lea, también se escribe en la cabeza del lector. Es algo que busco no solo en la escritura, sino también en la lectura. Me entrego a los narradores que más admiro porque juegan con esto de un modo magistral. Leo a Salinger, a O’Connor, a Strout, a Wolff, y, de alguna manera, siento que al leer completo instancias muy precisas de esas historias, y lo hago con absoluta entrega porque intuyo, en el disfrute de cada salto, que esas maniobras tienen instrucciones muy estudiadas: indican cuándo y cómo saltar, y el lugar exacto en el que debo caer.
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Ilustración: Alonso Rabí.