En el periodismo aprendemos temprano que el Estado con frecuencia es lento, pesado y corrupto. Son frecuentes las historias de jueces que cobran dinero por fallos benignos o por acelerar la resolución de expedientes, parlamentarios con empleados fantasma, policías sobornados en las calles para no imponer multas de tránsito, funcionarios públicos con sospechosos incrementos de su patrimonio, alcaldes denunciados por beneficiar a sus familiares en proyectos de infraestructura. Desde los periodistas de investigación más jóvenes hasta las organizaciones de la sociedad civil, los esfuerzos de fiscalización y rendición de cuentas se han concentrado en vigilar y transparentar la función pública y el papel del Estado. ¿Pero qué ocurre con el sector privado?
Durante las últimas décadas, la mayoría de países de América Latina tuvo un ritmo de crecimiento económico constante asociado en parte al incremento de inversiones del sector privado. Los gobiernos abrieron sus mercados, se privatizaron servicios públicos y se otorgaron beneficios comerciales bajo la promesa del desarrollo, la generación de empleo y la reducción de la pobreza. Borrachos de entusiasmo los Estados renegaron de su papel regulador y condenaron el rol “paternalista”. Y claro, las inversiones privadas se consolidaron, pero no al mismo tiempo las capacidades de fiscalización de los organismos de control. El resultado: casos identificados de corrupción corporativa y malas prácticas, pero débiles e incapaces instrumentos de sanción desde el Estado.
El 45% de los empresarios del sector transportes y el 30% de los del sector energía y minerales sostuvo en un estudio que las medidas anticorrupción no son prioritarios para sus CEO.
Las recientes investigaciones del caso Lava Jato revelan cómo las constructoras brasileñas operaron como una organización criminal dedicada al pago de sobornos para obtener proyectos de infraestructura pública en doce países de la región. El esquema financiero que, por ejemplo, diseñó Odebrecht (para el que creó el departamento de Operaciones Estructuradas) le permitió pagar millones de dólares ahora investigados a presidentes, funcionarios públicos de alto nivel y candidatos a la presidencia. Para este fin, la constructora utilizó compañías off shore en diferentes paraísos fiscales. ¿Cuántas otras empresas que no estamos investigando desarrollaron también un esquema de sobornos similar? ¿O es que acaso las brasileñas fueron las únicas?
El caso Lava Jato explotó el 2014, pero ya desde años antes varias investigaciones periodísticas en Brasil advirtieron las irregularidades en las operaciones de Odebrecht y su influencia con el pago de viajes a políticos y expresidentes. Los controles del Estado no advirtieron en ese momento el complejo esquema de corrupción que se había instalado.
Hace unos años, Tony Judt describió en “Algo va mal” (2011) el imaginario en torno a ambos poderes. “Gran parte de lo que hoy nos parece ‘natural’ data de la década de 1980: la obsesión por la creación de la riqueza, el culto a la privatización y el sector privado, las crecientes diferencias entre pobres y ricos. Y, sobre todo, la retórica que los acompaña: una admiración acrítica por los mercados no regulados, el desprecio por el sector público, la ilusión del crecimiento infinito”. El caso Lava Jato nos demuestra que en estos tiempos es imposible analizar el poder político sin entender el papel del poder corporativo.
Fiscalizar el poder corporativo no es solo un asunto de delitos económicos nos ayuda a entender la concentración de ingresos y la desigualdad.
Un estudio de la firma de abogados Hogan Lovells publicado este año concluye que en muchos casos las empresas están más concentradas en crecer que en implementar medidas para evitar el pago de sobornos y el lavado de activos. El 45% de los empresarios del sector transportes y el 30% de los del sector energía y minerales, que fueron entrevistados para ese estudio, respondieron que estos temas no eran prioritarios para sus CEO.
La influencia del sector privado en el Estado no se da solo a través del pago de sobornos o el ofrecimiento de otro tipo de prebendas. Cada vez son más frecuentes las puertas giratorias. Exministros o funcionarios de alto nivel que luego son nombrados representantes del gremio de empresarios a los que antes tenían por función fiscalizar. Fiscalizar el poder corporativo no es solo un asunto de delitos económicos nos ayuda a entender la concentración de los ingresos y la desigualdad.
Hoy América Latina es la región más desigual del planeta: aquí conviven los hombres más ricos del mundo y las poblaciones más pobres. En Colombia, al sector de la población con menores ingresos le tomaría trabajar más de 400 años para alcanzar el ingreso promedio de un multimillonario en este país. En Brasil, un multimillonario obtiene en solo 12 minutos lo que obtiene en promedio el grupo de la población más pobre. El 10% de la población más rica en América Latina concentra el 71% de la riqueza.
Investigar la corrupción corporativa, los conflictos de interés y las puertas giratorias es más complejo que auscultar al Estado porque la información del sector privado es cerrada y responde con frecuencia a complejas estructuras financieras protegidas por tantas capas como los de una cebolla. Fiscalizarla requiere de parte del periodismo innovadoras estrategias de investigación transfronteriza. Hay esfuerzos que ya están en marcha en la región, pero hay que hacer más.