I
CENEPA, Condorcanqui - Desde el observatorio de El Tambo, en lo alto de la Cordillera del Cóndor, la frontera amazónica entre Perú y Ecuador tiene dos rostros: de nuestro lado, solo bosques montañosos en los que se pierden como puntos diminutos los ocho puestos de vigilancia del Ejército. Del lado vecino, asentamientos de mineros ilegales con tiendas y bares a los que llegan camionetas provenientes de Paquisha y otros pueblos cercanos.
El Tambo forma parte del Puesto de Vigilancia N°4 del Ejército, el único que posee un observatorio de altura en la línea de frontera y que funciona dentro de la concesión de una minera privada. De la garita se asoma un soldado de rostro adolescente y cuerpo huesudo que nos observa extrañado porque, salvo mineros y madereros ilegales que ingresan impunes por Ecuador, rara vez aparece algún visitante.
El cabo de turno tiene un mes aquí. Llegó la misma semana que tres de sus compañeros del servicio militar voluntario fueron asesinados en el río Comainas. Apenas empezaba a conocer su rutina, cuando se enteró de la noticia: la noche del 24 de noviembre del 2014, el jefe del puesto de vigilancia N°3, el subteniente del Ejército Hugo Cabrera Tantarico, tomó su fusil y acribilló a tres de sus soldados luego de que sustrajeron las últimas bolsas de arroz del campamento para prepararse algo de comer.
Los guardias asesinados eran nativos awajún y llevaban varios días sin probar alimentos. El helicóptero que debía traer las provisiones del mes se había retrasado y la desesperación los llevó a robar el arroz que el jefe del puesto había separado para él. Cuando el subteniente Cabrera se dio cuenta, cargó su arma, caminó en silencio hasta la orilla del río Comainas -donde pescaban los tres soldados- y les disparó doce veces, según los testimonios dados a la Fiscalía de Condorcanqui por los dos cabos sobrevivientes del puesto que presenciaron el crimen.
“En la montaña no hay pueblos, no hay nada. Es difícil vivir, pero te tienes que adaptar”, dice el guardia de El Tambo, quien pide mantener su identidad en reserva.
La única razón que motivó a este joven a enrolarse en el Ejército fue la beca de estudios técnicos que le ofrecieron por servir tres meses en El Cenepa. La misma promesa convenció a los awajún Alexander Bardales, Roberto Kunchikui y Luis Tsejem para dejar sus comunidades nativas e inscribirse en el Batallón de la Selva Juan Chávez Valdivia. Los tres querían estudiar una carrera que sus familias no les podían pagar, pero sus planes se perdieron en la frontera.
Su asesinato enmudeció a los altos mandos del Ejército y se convirtió en el más terrible reflejo del abandono del Estado de una zona del país que, veinte años después del fin de la guerra de El Cenepa, sigue siendo un territorio donde los soldados van a morir. OjoPúblico estuvo aquí en diciembre pasado.
El subteniente Hugo Cabrera ha reconocido ser el autor del crimen, pero asegura que los confundió en la oscuridad con extraños. Quizá ha olvidado que hubo dos testigos.
II
Para llegar a la Cordillera del Cóndor, los nativos awajún -los únicos que conocen bien la ruta- organizan expediciones de una semana. Hay que viajar dos días en canoa desde Santa María de Nieva, la capital de la provincia de Condorcanqui, en Amazonas, hasta las comunidades de Kusu Kobaim y Huampami, y luego emprender una caminata de cinco días por la selva de El Cenepa.
Cuando el profesor Rufino Bardales recibió en octubre pasado la última carta de su hermano Alexander, se preocupó tanto que quiso hacer solo ese viaje para ir a buscarlo.
Alexander Bardales, el menor de sus hermanos, cumplía su servicio militar en el puesto de vigilancia N°3 de la Cordillera del Cóndor desde febrero y le había escrito varias cartas en lengua awajún para contarle sus problemas. En la última le decía que los ranchos ya se habían agotado y que nadie tenía noticias de la fecha en que su grupo de soldados sería relevado.
“Mi hermano estaba triste porque sabía que no volvería para la Navidad. Me pedía que le enviara galletas, cepillos de dientes, ropa. No tenía nada, estaba desesperado”, dice Rufino al teléfono desde la provincia de Jaén, en Cajamarca, donde lo ubicamos.
Alexander Bardales cumplía su servicio militar y le había escrito varias cartas en lengua awajún a su hermano para contarle sus problemas. En la última le decía que los ranchos ya se habían agotado.
Semanas después de esa carta, Rufino Bardales llegó hasta el puesto de vigilancia de su hermano, pero tuvo que ir en un helicóptero con un fiscal de Condorcanqui para recoger su cadáver. Alexander era uno de los tres soldados awajún que murieron acribillados por su propio jefe del puesto luego de que sustrajeron las últimas raciones de arroz del almacén sin su permiso.
La voz del profesor Bardales se quiebra cuando recuerda los hechos. No puede contener el llanto y la rabia por el abuso cometido con su hermano y los otros dos jóvenes awajún que pertenecían a la comunidad de Huampami. Dice que solo espera que se haga justicia y sabe que la carta de Alexander será una prueba en el juicio contra el militar que los asesinó.
El subteniente Hugo Cabrera está detenido en el penal San Humberto de Bagua Grande desde diciembre pasado. Ha reconocido ser el autor del crimen de los tres cabos, pero asegura que les disparó con su fusil porque los confundió en la oscuridad con extraños. Quizá ha olvidado que esa noche de horror hubo dos testigos: los soldados Eleldo Majiano y Gilmer Quinin, quienes también servían en el puesto de vigilancia N°3. Ambos declararon ante el fiscal de Condorcanqui, Alexander Reyna, que su jefe salió en busca de sus compañeros decidido a matarlos y luego les ordenó que enterraran sus cuerpos en la montaña y quemaran todas sus pertenencias en el horno del campamento. La coartada de Cabrera -dijeron- era reportarlos como desertores.
III
En enero de 1995, cuando el país los necesitó durante la guerra de El Cenepa, los pueblos awajún prestaron a sus hijos para luchar contra las tropas ecuatorianas. Muchos nativos no solo sirvieron al Ejército como soldados voluntarios y guías, sino también como “yachis”, nombre que se da en lengua aguaruna a los encargados de subir a pie la empinada Cordillera del Cóndor con alimentos, armamento y municiones a sus espaldas.
Dos décadas después del fin de este conflicto limítrofe, las mismas comunidades amazónicas siguen perdiendo a sus hijos en los olvidados puestos de vigilancia de una frontera donde no existe el Estado. Los únicos que aquí se imponen son los 'cuñeros', como se les conoce a los mineros ilegales ecuatorianos que en diez años hicieron dos kilómetros de túneles para extraer oro en suelo peruano. Suelen ofrecer dinero y víveres a los militares para que los dejen ingresar, extraer y trasladar a su país las rocas donde se oculta el mineral.
El jefe de la Dirección de Desarrollo e Integración Fronteriza del Ministerio de Relaciones Exteriores, Luis Hernández, dice que se diseñan estrategias de “operaciones multisectoriales” para contener las actividades extractivas ilegales en la cuenca de El Cenepa, pero todavía todos son planes.
Mientras tanto, el histórico territorio que llevó a una guerra en la que perdieron la vida 70 peruanos y se gastaron U$400 millones de dólares – según los datos oficiales – es depredado ahora por ecuatorianos que utilizan dinamita, picos y palas. El desinterés del Estado peruano es su cómplice.
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NdR: OjoPúblico solicitó mediante una carta entrevistas con los mandos del Ejército, pero hasta el cierre de esta nota no hubo respuesta.
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Leyendas:
1) Puesto de vigilancia del Ejército N°4 en La Cordillera del Cóndor.
2) Asentamiento minero ilegal La Herradura en la línea de frontera con Ecuador.
3) Extracto de la carta del cabo awajún Alexander Bardales enviada a su hermano semanas antes de su asesinato.
4) Mapa elaborardo por la CIA que señala las bajas causadas por minas antipersonales en el Cenepa durante y después de la guerra. En ese lugar, la guía de los soldados awajún fue fundamental. Ver documento desclasificado completo aquí.
Fotos: Fabiola Torres
Video: Fabiola Torres y Audrey Cordova Rampant