INVESTIGADORA. Yanina Welp es autora de numerosos artículos y libros que abordan el populismo en Latinoamérica.
El populismo, esa forma tan particular de hacer política en la que el líder busca establecer una conexión directa con la gente y ataca a los partidos, a los medios de comunicación críticos, a las élites, a los poderes tradicionales y las instituciones, parece estar en ascenso en todo el mundo. El fenómeno no es nuevo en América Latina. Algunos académicos señalan que el argentino Juan Domingo Perón fue el pionero de esta tradición tan prolífica en la región.
Algunos populistas han sido efímeros, como el expresidente peruano Pedro Castillo, mientras que otros, como Hugo Chávez o Evo Morales, se han mantenido durante más de una década, en parte por su gran carisma. El abanico actual del continente es variopinto: Andrés Manuel López Obrador y Gustavo Petro, por un lado; Javier Milei o Nayib Bukele en el otro.
Más allá de su inclinación ideológica y diferencias de estilo, estos líderes apelan a la legitimidad popular para llevar a cabo transformaciones radicales que a menudo terminan erosionando la democracia. Sobre este aspecto, y otros, conversamos con la politóloga e investigadora argentina Yanina Welp, quien ha escrito numerosos artículos y libros sobre el tema. El más reciente de ellos se titula: The Will of the People: Populism and Citizen Participation in Latin America
La última encuesta de Latinobarómetro revela que más del 50% de los latinoamericanos (con variaciones entre países) ya no cree en los partidos o no los considera relevantes. Además, no les importaría tener gobiernos no democráticos si resuelven los problemas más acuciantes. ¿Qué nos dicen estas cifras sobre lo que ocurre en la región y cómo se relacionan con el populismo?
Es un tema complejo. Hay un primer nivel, que es la profunda insatisfacción entre la gente. Tiene que ver con los malos resultados de la gobernanza y la corrupción, la criminalidad, la pobreza, el mal uso de recursos, los servicios públicos deficientes, etc.
Luego hay un segundo nivel y es una tendencia hacia el escándalo en los medios de comunicación y las redes sociales. Vende mucho más informar que todo es un desastre, en vez de informar que hay algunas cosas que van bien o no tan mal. Esta tendencia contribuye a crear la idea general de que el Estado no sirve para nada. No hay ninguna duda de que ha habido mucha corrupción en el manejo de los planes públicos, pero eso no debería llevarnos a concluir que la solución es desarmar por completo las ayudas públicas y los partidos políticos.
Y luego está un tercer nivel: la idea de que un líder autoritario es preferible a uno democrático si resuelve problemas. La falacia que esconde esa premisa es que podemos elegir al líder autoritario.
Un autócrata a tu medida.
Claro. El líder autoritario podrá resolver problemas, excepcionalmente, en algún lugar. Pero si te toca un Daniel Ortega no va a resolver nada. El tema con el populismo, especialmente en nuestros contextos contemporáneos, donde los líderes acceden al poder mediante procesos electorales más o menos libres y justos, es que una vez en el poder, tienden a cooptar las instituciones. Y luego, cuando te los quieres sacar de encima, ya no puedes.
¿Es en este contexto de adversidades y en la búsqueda de una solución que tiende a surgir el populismo?
El populismo tiene un fuerte componente simbólico, construye la idea de pueblo y permite hacer una catarsis alrededor de necesidades insatisfechas. Pero creo que hay una distancia enorme entre este nivel simbólico y la capacidad de resolver problemas. Hay muchos populismos que resultan efímeros; es decir, aunque se perciba la idea de que el populismo arrasa con todo, en realidad hay muchos casos fallidos. Hay una larga lista en América Latina, quizás uno de los casos más renombrados de los últimos tiempos fue el de Pedro Castillo, cuyo paso por el gobierno fue tan dramático como efímero y puso una vez más sobre la mesa que no hay soluciones mágicas.
¿Qué hace que algunos gobiernos populistas sean flor de un día y otros permanezcan durante décadas?
Los populismos que logran mantenerse en el poder, al menos por un tiempo, es porque ofrecen respuestas. Podemos cuestionar o evaluar qué tan certeras son estas respuestas, qué tan respetuosas son de los derechos humanos y la pluralidad, pero es innegable que ofrecen soluciones.
El populismo tiene un fuerte componente simbólico, permite hacer una catarsis alrededor de necesidades insatisfechas.
Un ejemplo emblemático actual es el caso de [Nayib] Bukele en El Salvador. En un país afectado por la criminalidad, la migración, la falta de perspectivas y otros problemas, llega un líder joven que habla inglés, que se percibe como guapo... y genera una especie de identificación de que los salvadoreños pueden ser algo distinto a la imagen que pueda verse desde Estados Unidos. Su respuesta para abordar el problema de la criminalidad —aberrante respecto a los derechos humanos—, logra pacificar el país. Y esa pacificación tiene un impacto. El Banco Santander en su informe del año pasado, dice que ahora el turismo en El Salvador representa una parte importante del PIB. Así que hay cierta reactivación económica.
En mi opinión, no creo que esta situación perdure, y lo veo como algo dramático y sobre todo no proyectable a otros casos latinoamericanos. Pero entiendo por qué lo quieren tanto.
Hoy en día, vemos populistas por todas partes, pero ¿podemos decir que hay un tipo de populismo latinoamericano que es diferente al de otros países por nuestra tradición de caudillismo en la historia?
Es difícil decirlo. Tal vez podríamos argumentar que hay una tradición en América Latina que nos hace más propensos a esa clase de gobierno. Porque el liderazgo es una pieza fundamental del populismo, y en nuestros países ha sido más fácil que surjan estos líderes con componentes autoritarios. Si son más o menos autoritarios, depende de diversos factores como la psicología, la situación, y sobre todo, si les permiten actuar de esa manera. Porque una vez que alguien se erige como el representante del pueblo –el pueblo soy yo– puede hacer lo que quiera.
Pensando en especificidades, María Esperanza Casullo menciona al menos dos: uno tiene que ver con lo que ella llama un “efecto aluvional”. En general, cuando pensamos en el populismo contemporáneo en Francia, Hungría o el nazismo en su origen, hay una nostalgia por una supuesta época dorada. En cambio, en el populismo latinoamericano, no encontramos eso. Es todo mucho más diverso, complejo, variado y multicolor desde su inicio. No es que en Europa los pueblos sean más homogéneos sino que así lo han instalado sus mitos fundantes. Los nuestros no. Quizás Bolsonaro sea una excepción, pero sinceramente ¿cómo podría tener calado su discurso de un Brasil blanco? Entonces, creo que este aspecto, la diversidad y el crisol que es América Latina, es realmente interesante.
Y relacionado con lo anterior, también según María Esperanza, está la idea de que los populismos, incluso el de Trump, tienden a mirar hacia el pasado, a una época que idealizan pero que no existió nunca. Ellos presentan esa idea como si quisieran recuperar esa gloria perdida, mientras que el populismo latinoamericano, en general, con juntadísimas excepciones, no mira hacia el pasado, sino hacia el futuro. Porque no hay ningún pasado glorioso que rescatar.
Pero el populismo latinoamericano sí parece estar muy ligado al nacionalismo. Pienso, por ejemplo, en el proyecto de Hugo Chávez, que se define como una revolución bolivariana y busca terminar de construir la patria que Bolívar soñó. Y pienso en Andrés Manuel López Obrador, con su nacionalismo revolucionario y su soberanía…
Sí. La conexión con el nacionalismo es muy fuerte en general. Ahora, en estos dos casos que mencionas, es interesante ver cómo el liderazgo también marca unas actitudes. Porque López Obrador ha sido de los líderes que menos se ha interesado por el resto del mundo. En cambio, Chávez tuvo un rol muy importante en América Latina.
El populismo latinoamericano no mira hacia el pasado, sino hacia el futuro. Porque no hay ningún pasado glorioso que rescatar.
En el 2018, la revista The Atlantic publicó un artículo analizando el daño causado por líderes populistas a la democracia en distintos momentos y países. Me pregunto si hay ejemplos de lo contrario, ¿Se puede ser populista sin volverse autoritario y sin destrozar el equilibrio de poderes en la democracia?
Sí. Y hay al menos dos aspectos interesantes. En primer lugar, se suele poner demasiado énfasis en el líder. Yo veo cómo todos señalan a Bukele, por ejemplo. Pero, ¿cómo era la democracia en El Salvador antes de que llegara Bukele? Que alguien me lo explique, ¿no? O, por ejemplo, se habla un montón de (Juan Domingo) Perón, pero lo que existía antes de Perón en Argentina no se parecía mucho a una democracia. A veces parece que es una manera de encontrar un chivo expiatorio: echarle la culpa al liderazgo populista para no hacerse cargo de los déficits enormes de las democracias, o incluso de la falta de democracia que lleva a que surjan estos líderes populistas.
Con ese contexto, puedo responder de manera más clara a tu pregunta. Y me remito a lo que dice Cristóbal Rovira en un podcast que hicimos llamado Las mil caras del populismo. Él explica que el populismo también puede llevar a la democratización. Sí, puede llevar al autoritarismo, pero no necesariamente. Aquí es donde importa analizar los procesos concretos. Se toman decisiones en un contexto específico con condiciones específicas. ¿Por qué Bukele puede destrozar las instituciones tan rápidamente? Porque ya estaban bastante comprometidas antes de que él llegara al poder. Entonces, él cambia el control de esas instituciones.
Claro, donde hay instituciones fuertes es más difícil cooptarlas o desmantelarlas.
Y en el mismo sentido, puede pasar que la llegada de un líder populista genere ilusiones en la población, active la participación política y cree la idea de que se puede desplazar a las élites corruptas que tradicionalmente se han adueñado del poder. Incluso, si este líder populista, en su intento de mantenerse en el poder, no lo logra, podría desencadenar un proceso que, a largo plazo, mejore la situación del país.
Fíjate en el México de hoy. Cuando Andrés Manuel López Obrador asumió el gobierno, existía una gran brecha entre lo que la gente quería y lo que realmente hacían los gobernantes. Había mucha corrupción y un desencanto generalizado. Más allá de cómo evaluemos su gestión, López Obrador sigue siendo popular después de varios años en el cargo. La gente está satisfecha con algunas de sus políticas. Claro, ha erosionado las instituciones, no lo pongo en duda, pero también se ha ganado el afecto de la ciudadanía. Y ahora, no se va a reelegir, no se quedará en el cargo.
¿Cómo podemos entender ese choque entre el líder populista y los otros poderes? Los jueces, que cumplen un papel importante de contrapeso, o el Congreso, pero también el Banco Central o el Banco de la República, que manejan la política monetaria, o la fiscalía, la contraloría, la defensoría…
Diría que, en primer lugar, casi por definición, los populistas llegan al gobierno con una agenda de transformaciones radicales, cambios drásticos que necesitan amplias mayorías, con las que a menudo no cuentan. En segundo lugar, para complementar lo anterior, los populistas no creen en la división de poderes. En general, respaldan la idea de que hay una legitimación popular directa. Entonces, según ellos, los demás poderes, como los tribunales, las fiscalías y demás, por defecto, no lo tienen, porque nadie los eligió. Milei lo ha destacado, en estos días, pero es un clásico. Pasó en Venezuela con Chávez, pasó en Ecuador con [Rafael] Correa…
Los populistas respaldan la idea de que hay una legitimación popular directa.
Los populistas quieren impulsar una agenda radical para la cual necesitan mayorías o adaptarse a ciertos criterios a los que no quieren ajustarse, y entonces apelan a una legitimación popular directa. Es aquí donde surge la pulsión de activar referendos para sortear los obstáculos institucionales diciendo: “La legitimidad la tengo yo”. No sé si querías que habláramos de Milei, porque es un caso muy interesante.
Por supuesto, hablemos de Milei.
A Milei lo eligió el 56 % o 55 %, pero además lo eligieron en segunda vuelta. Entonces, en segunda vuelta muchos eligieron entre lo que consideraban menos malo, ¿no? Pero, dejando eso de lado, lo cierto es que él apela a esa legitimidad popular y amenazó rápidamente con convocar una consulta popular. La legislación argentina no le permite convocar una consulta vinculante si no cuenta con el respaldo del Legislativo. No lo tiene, la composición actual del congreso —que también fue elegido por voto popular— está muy fragmentada. Luego, la Corte Constitucional intervendría, porque según el tema, puede realizar un control de constitucionalidad previo.
Por lo tanto, Milei está mostrando ese choque entre una agenda de transformaciones radicales que la institucionalidad no le está permitiendo llevar a cabo, pero que tensa constantemente, ya que su nivel de apoyo popular sigue siendo bastante alto. Es un caso atípico, porque todo va muy rápido. Ya veremos si él decide empezar a negociar o si la tensión en el país alcanza un punto insostenible.
Lo de la velocidad es importante. ¿Qué tan rápido suelen ocurrir estas tensiones o intentos de cooptación de los otros poderes? En el caso de Bukele, fue rapidísimo, y si miras la historia de Chávez, en su primer año de gobierno avanzó en refundar la patria mediante una constituyente. Claro, hay otros procesos que se toman más tiempo, pero creo que el ritmo importa, ya que eso determina después la deriva hacia el autoritarismo, ¿verdad?
Totalmente de acuerdo. O sea, la intención siempre está presente, porque es una agenda radical y pienso que también hay una noción o conciencia de que este respaldo popular solo se mantiene si se demuestra que algo puede funcionar. Dicho esto, quiero añadir que hay enormes diferencias entre los dos casos que mencionas, El Salvador y Venezuela.
Chávez lanzó el decreto para convocar a una consulta popular en su primer día de gobierno y, como decías, el proceso tuvo lugar ese mismo año, pero el desmantelamiento tardó mucho más, porque Venezuela tenía unos partidos políticos en decadencia y deslegitimados, pero todavía con cierta estructuración en el territorio. Además, tenía sindicatos y otras organizaciones de base. Contaba con medios de comunicación fuertes. La intención se manifestó desde el principio, pero sucede que Chavéz contó con el respaldo irrestricto de un sector de la centroizquierda. Ese apoyo duró bastante tiempo, quizás porque para el progresismo venezolano y latinoamericano Chávez representaba genuinamente una esperanza.
Es cierto, había una esperanza enorme, porque se presentaba como la utopía posible, encarnada en un nuevo liderazgo, con un gran carisma.
Sí, exactamente. Y probablemente estaba muy vinculado en el imaginario a la lucha de los setenta, donde un militar que había intentado un golpe no nos parecía tan chocante. Lo digo yo, como jovencita que era en esa época. Ahora digo, ¿cómo pude ilusionarme con algo así? Todavía hay un sector de la izquierda, y de la centro izquierda, al que le cuesta mucho separar lo democrático de lo autoritario cuando se trata de lo ideológico. O sea, se apoyan liderazgos autoritarios bajo la supuesta idea de que son de izquierda, cuando claramente no son democráticos. En cambio, Bukele, no sé, ahora no lo tengo tan presente, pero ¿cuánto tardó en entrar con los militares al Congreso? ¿Unos meses?
Sí, unos meses, antes de cumplir un año en el poder.
Creo que es el caso más rápido de desmantelamiento. Y me parece que sucedió así porque el tejido social en El Salvador era muchísimo más débil y realmente hubo mucha cooptación institucional previa. Entonces, es como cambiar la fichita, unos por otros, ¿no?
Quiero volver a algo que mencionaste al principio sobre los medios de comunicación. ¿Podríamos decir que, frente a estas figuras populistas, los opositores pasan de ser simplemente opositores a convertirse en enemigos o adversarios? Y que no solo incluyen en esa categoría a los partidos contrarios, sino que también ven a otros actores, entre ellos a los medios de comunicación, como sus enemigos.
Chávez o Correa enfrentaron esa oposición de una manera específica porque tenían proyectos que incluían estatizaciones y más políticas sociales. Los medios tradicionales, que en gran medida representan intereses económicos, veían todo eso como un ataque. Entonces, se combina una dimensión simbólica de intereses con esta dimensión de la oposición. Y se vuelve muy difícil para las y los periodistas porque el presidente va a estar difundiendo la idea de que son sólo y exclusivamente representantes de los intereses del Gran Capital.
El caso de Milei es diferente. Hay periodistas muy afines al proyecto de Milei en los medios tradicionales, que representan los grandes intereses. De hecho, Milei solo le da entrevistas a dos o tres periodistas de La Nación Plus, que es el medio más tradicional de todos. Y por otro lado, Milei inaugura para Argentina una política de uso compulsivo de redes, es decir, la relación directa con la ciudadanía a través de Twitter. Entonces, combina las dos cosas. Lo mismo quizás con Bolsonaro, aunque no tengo suficiente información para explorarlo. Asumimos que Bolsonaro tenía el apoyo de ciertos sectores económicos, entonces los medios se vincularon con él de una manera diferente a la que pasa cuando hablamos de otros liderazgos.
Bolsonaro tuvo un comportamiento muy despótico hacia los periodistas. Durante la pandemia fue muy criticado por cómo manejó la emergencia sanitaria en Brasil. En una rueda de prensa, les tiró la mascarilla a los periodistas que iban a preguntarle. Hubo mucha confrontación constante. También con Trump, AMLO y Gustavo Petro, quienes han casado una pelea contra los medios y los periodistas que presentan una versión diferente a su narrativa. Parece que, sin importar si son de derecha o izquierda, estos líderes populistas ponen en duda o socavan la credibilidad de los medios y el periodismo. ¿Cuál es la relación entre populismo y polarización?
Diría que, en los liderazgos más extremos, está claro que también hay un componente psicológico. Cuando alguien asume que tiene la verdad y está en lo cierto, los demás están equivocados. Eso ya es polarizante, porque no hay espacio para ningún tipo de disidencia. No hay nada que discutir.
Cuando alguien asume que tiene la verdad y está en lo cierto, los demás están equivocados. No hay espacio para ningún tipo de disidencia.
Luego hay una dimensión estratégica. En el caso de Milei, es su personalidad, pero también fue una estrategia de campaña exitosa. Milei desmanteló la estructura partidaria que había dominado Argentina en los últimos veinte años y que parecía intocable. Lo hizo a base de un discurso extremo en redes y generando un enorme apoyo.
Entonces, en la situación actual del país, creo que polarizar es una forma de tapar cosas, de mantener movilizada a la gente. Funciona hasta cierto punto. Porque creo que el invierno en Argentina será duro con un 57 % de pobres. No hay discurso populista que, aunque pueda calentar los ánimos, alimente la panza o caliente el hogar si no se puede pagar la luz o el gas.
Ustedes, desde la ciencia política, hablan de que cierto grado de polarización revitaliza la democracia, siempre y cuando se quede en una discusión programática de las propuestas, de las ideas, de cómo se interpretan los problemas. Pero eso es distinto de lo que llaman la “polarización afectiva”, que sí hace daño y ayuda a erosionar la democracia.
Sí, efectivamente, ese es el punto. Para la ciencia política clásica, la polarización ideológica es la distancia programática entre partidos. Entonces, que haya poca distancia programática significa que los partidos proponen casi lo mismo, y si eso pasa, hay poco interés por participar en procesos electorales. Que gane A o gane B, da igual. Y a su vez, hay poca posibilidad de canalizar otras demandas, o de formar o encauzar lo que esté por fuera de ese encuadre. Por eso, cierto grado de polarización ideológica es bueno.
Y ahí el ejemplo europeo ilumina. En la opinión pública europea, entre los ochenta y los noventa, empezó a haber esta idea de que los partidos de centroizquierda y centroderecha proponían más o menos lo mismo. Y eso fue haciendo que cada vez menos gente se afiliara a partidos y cada vez menos gente participara electoralmente. La emergencia del populismo reactivó un paisaje languideciente y activó las agendas. Tuvo el efecto positivo de movilizar políticamente.
Ahora, hablabas de polarización afectiva. La definición de la polarización afectiva refiere a comunidades de sentido. O sea, ya no es qué prefiero en términos de educación o salud, sino que haces un paquete con todas tus preferencias y adhieres a Trump, por ejemplo, porque estás en contra del aborto, en contra de la ampliación de derechos, en contra de todo, ¿no? Un paquete. Cuando lo normal sería tener opiniones distintas sobre distintos temas. Además de eso, cuando se agrava, cuando se pone más fuerte o más tensa esta distancia en relación a cómo se ubica la gente en un espectro ideológico, estas comunidades de sentido funcionan como una relación de amigo-enemigo. Entonces, si soy demócrata, los republicanos son el enemigo porque son del otro partido. Y viceversa.
Las políticas identitarias son el resultado de una acumulación de malos tratos, humillaciones, prejuicios y discriminaciones.
Y eso es lo que genera división en la sociedad. Me parece que algo así está pasando de forma creciente en lugares como Colombia, donde hay todo un paquete de sentidos alrededor de un liderazgo, de un ideario político, que va generando odios hacia los otros y una serie de prejuicios también. En Argentina es muy marcado. Lo fue en el gobierno anterior, y en los años previos. Todavía sigue marcando esa política. Y eso erosiona la democracia y la convivencia.
A esa mezcla quisiera añadirle el componente de la política identitaria, que creo ha llegado a complejizar mucho más la polarización. Hace una década, las cuestiones identitarias no eran tan importantes en la política de América Latina, pero cada vez lo son más, generando nuevas fracturas políticas o ideológicas por esos temas.
Coincido con lo que dices. Las políticas identitarias son el resultado de una acumulación de malos tratos, humillaciones, prejuicios y discriminaciones. Entiendo perfectamente esa necesidad de reivindicar. Sin embargo, creo que la política identitaria, cuando se sectoriza, pierde de vista la noción de ciudadanía o la pone en un segundo plano, dificultando conjugar agendas y generando una reacción en contra muy fuerte. Su radicalización es un problema para la protección de los derechos conseguidos y para el fortalecimiento de una idea de ciudadanía, lo cual, a su vez, genera problemas para la sostenibilidad de la democracia.
Por estos días, salió un artículo en El País que hablaba justamente de cómo los líderes populistas de derecha en América Latina emprenden batallas de tipo cultural. La pelea ideológica se está dando también en este ámbito, por ejemplo, eliminando lo que llaman la “ideología de género” en los manuales educativos en El Salvador o prohibiendo el lenguaje inclusivo en las entidades oficiales en Argentina. ¿Es lo cultural el nuevo caballito de batalla del populismo?
En el populismo de la derecha radical está bastante claro. En los otros es un poco más complicado. Pero, en cualquier caso, en esta idea de la batalla cultural se pone énfasis en separar lo ideológico, lo económico y lo programático de lo cultural. Y eso me parece un error. La batalla cultural y la batalla ideológica son lo mismo. Las cuestiones de género son profundamente económicas también; no se pueden disociar los derechos políticos, económicos y sociales. Por lo tanto, no estamos luchando por símbolos como feministas. Luchar por la regulación de la interrupción voluntaria del embarazo no es simbólico; afecta la vida de millones de mujeres, la posibilidad de sobrevivir y la posibilidad de sostener o no a los hijos que se tengan.
En esta idea de la batalla cultural se pone énfasis en separar lo ideológico, lo económico y lo programático de lo cultural. Y eso me parece un error.
El lenguaje inclusivo o incluyente es otro tipo de debate. Tiene un punto simbólico importantísimo, y para mí, Milei está tratando de distraer. Es una batalla que activa sus huestes y entretiene a la gente, pan y circo. Pero poner tanto énfasis en el lenguaje inclusivo es perder de vista un norte. No digo que el lenguaje no tenga importancia, pero poner toda la energía ahí… Me considero muy feminista y trato de cuidar que cuando escribo sea lo más inclusiva posible, pero tampoco creo que empezar a hablar de una manera que nos aleje de un montón de gente sea una estrategia útil o productiva a la hora de legitimar. La gente que le pone mucha energía a eso tiende a vivir en microclimas donde no está en contacto con un colectivo de personas que están muy lejos de esto y que no quiere decir que sean malas. Siempre pienso en mi tío del campo, que tiene 88 años y vive en un pueblito de cien habitantes. No te entiende si le hablas así.
¿Se está creando una nueva fractura generacional y de género? Han salido recientemente algunos estudios donde se ve de manera muy marcada una tendencia de división entre los jóvenes de algunos países: las mujeres son más de izquierda y progresistas, mientras que en los hombres hay un viraje muy fuerte hacia la derecha.
Sí, eso es notorio en algunos países. Hay brechas generacionales fuertes y de género que indican que hemos perdido un poco el rumbo en cómo nos comunicamos como sociedad. Probablemente todos los cambios en los medios de comunicación también hayan influido.
Para cerrar, quiero preguntarte sobre la forma en que se comparte la información. Recuerdo que en los noventa, la gente en Colombia, cansada de la guerrilla, decía: “Necesitamos un Fujimori”. Ahora, en muchos países de América Latina hablan del modelo Bukele, pero ya no es porque lean al respecto en la sección internacional del periódico, sino porque se comparten discursos del propio Bukele por WhatsApp o por cualquiera de las redes sociales. La información viaja más rápido. Y quizás también es porque existen estos vasos comunicantes entre distintos grupos políticos; es decir, la derecha está súper conectada y la izquierda está súper conectada.
Coincido. Se acelera, se facilita y probablemente se acentúa también. Hay una propensión a posicionarse muy rápidamente, como si el contexto no importara. Por ejemplo, con el modelo Bukele, la gente que estudia redes criminales, gobernanza criminal, narcotráfico, te dice: Bukele pudo pacificar porque las maras en El Salvador son muy locales, no tienen conexiones internacionales fuertes y son muy pandilleros de territorio. Si intentas hacer lo mismo en México, en Colombia o en Ecuador, no puedes, sería una guerra. Entonces, rápidamente, la opinión pública se posiciona a favor de un modelo Bukele porque les molesta la violencia en el conurbano de Bogotá o en el conurbano bonaerense, pero no hay ninguna perspectiva de que ese modelo pueda funcionar en otros lugares.
Entonces, creo que hay allí, atando cabos, esta cosa de las comunidades de sentido. De creer que en el grupo de la derecha radical van todos juntos. Si un Milei y un Bukele tienen cierta alianza, pues ya está. Sin pensar mucho, todo encaja. Pero si examinamos su ideología y demás, tampoco están tan cerca. Por ejemplo, [Jean-Marie] Le Pen, en Francia, promueve cierta forma del Estado de bienestar y al mismo tiempo es xenófoba, pero el Estado de bienestar no tiene nada que ver con Milei. Y creo que ahí las redes tienen un rol al generar esa idea, quizá de batalla, entre el regreso de la Guerra Fría entre dos núcleos ideológicos que se ven muy homogéneos, pero en realidad no lo son.